6 de agosto de 2010

Arlequino, servidor de dos patrones

Foto de Carolina Dagach 


“El Amor no es un plato de habichuelas”


Estamos en el Teatro Municipal. El lugar que siempre ha intentado ser la cuna del Teatro y la Ópera tradicional de Chile. El olor a naftalina inunda el lugar, así mismo los rostros de teleseries, lecturas dramatizadas y publicaciones diarias. “Arlequín, servidor de dos patrones” es la obra más esperada por las butacas adineradas de Stgo a Mil, pues, aparte de ser pieza protagónica del abanico teatral del invitado especial (Italia) a este festival, cuenta con la actuación de Ferrucho Soleri “el grande”, el “viejo seco” y el -periodísticamente designado- “octogenario” que ha interpretado a Arlequín desde ante que todos nosotros naciéramos. 

“Arlequino” es reconocida como la obra de mayor éxito (“Ha viajado de Tokio a NY y de España a Chile”) de la Compañia Piccolo Teatro di Milano – Teatro d’Europa, y cuenta la historia de un hombre hambriento que, para satisfacer sus tripas busca un doble trabajo, un doble salario y por ende, se encuentra con el caos que conlleva hacerse cargo de las demandas de dos patrones. Esta obra de Comedia del Arte, escrita a eso del siglo XVI, cuenta con personajes fijos, máscaras (que demostrarían los caracteres específicos de cada personaje) y con una gran cuota de improvisación -que sólo presencié en los momentos en que interpelaba al público para buscar, por ejemplo, la presencia de un doctor. Momentos de álgidas risas de otros octogenarios.

El escenario es renacentista, el guía-traspunte prende las velas y la obra comienza. El ensayo de una banda prende los focos y nos encontramos con una trompeta, un tambor, una flauta traversa, el baile y una coreografía circular que gira en torno al único sujeto con máscara negra; evidentemente es Arlequino. Nos situamos en la celebración de un matrimonio (“¡Vivan los novios!”). Clarice (hija del dueño de la posada) y Silvio (hijo del doctor de la ciudad) se prometen amor eterno y, también concretarlo en una ceremonia, en la cual ambos padres esperan dar un suculento banquete (“Estar cerca de los esposos, es el lugar del mejor banquete”). Poco a poco la historia se va abriendo y llegamos a saber de la muerte de Federico Rasponi, quién fue el antiguo prometido de Clarice y que, a causa de su hermana, Beatriz Rasponi, fue herido. Todo hace suponer que lo mató el amado de Beatriz, ante las restricciones y resistencias que -el gruñón- Federico interponía en su relación. Hasta ahí todo parece el germen de una historia policial que (hasta) podría llegar a ser entretenida. Pero no. Las escenas sucederían tal como libro apolillado de edición Zig-Zag: una tras otra, sin grandes sobresaltos ni momentos peak. El dueño de la posada, el Señor Pantalone, habla con su empleado y cuentan que, luego de la muerte de Federico (el eterno ausente) Beatriz solía vestir sus ropas y salir a recorrer sus campos a caballo. ¡Qué adrenalina! 
El tono de comedia común y silvestre dura hasta que Arlequín aparece en escena contando que su nuevo patrón, un forastero, quiere alojar allí. Entretanto se suceden diálogos del tipo “¿Es un pillo o esta loco? / De los dos un poco” y otra coreografía, muy bien ejecutada por lo demás.

Así el patrón de Arlequino, resulta ser Beatriz disfrazada de Federico. Pantalone la reconoce y toda la obra gira en torno al miedo, encuentros y estrategias que Clarice y Silvio entretejen para poder mantener su amor. Pero aún más en los motivos que trajeron a la posada a Beatriz, quien busca desesperadamente a su amado Flroindo (quién huyó de Turin luego que su hermano falleciera). Obviamente el segundo patrón de Arlequino es Florindo. Así es como se siguen las peripecias de Arlequino para evitar que ambos, alojados en la misma posada, con baúles de ropas idénticos y cenas coordinadas a la misma hora, no se encuentren. Entremedio saltarán frases del tipo “El amor es como un hoyo en una caleta negra. Se le descubre enseguida.” que se siguen de grandes carcajadas, mas obligadas que asimiladas; y otros textos, más acertados, como cuando Beatriz le dice a Pantalone “Sólo quiero mi libertad” y éste le responde “Durará poco. Pero bueno...”. Frases así me hacen pensar que atrás de toda esta maqueta de teatro cómico hay una concepción de la vida declarada en los personajes, específicamente en los más cursis de la historia, como es Clarice: “En esta vida o se pena o se espera”. 

Eso, adjudicado en una escena donde es la gente de dinero quién desespera y el empleado explotado el que saca ventaja, nos lleva a un mundo al revés. Donde el pobre es rey. Donde Arlequino, al ver que un viejo empleado no puede acarrear un baúl con ropa, le quita el peso –mientras el patrón lo vigila- pero al cabo de dos segundos, vuelve a tirarle el peso a los hombros del viejo. La explotación del trabajo versus la oportunidad de Arlequino para poder comer, va más allá de una mera pillería picaresca. Sigue la línea del Lazarillo de Tormes y el Buscón de Quevedo, pero restringe el punto de llegada a la temática social, o al trasfondo miserable que toda comedia debiera retener. El hambre de pan -en Arlequino- es el hambre de palabra, de pacto, de contrato en los padres de Clarice y Silvio. El hambre de Beatriz, es el hambre del amor -no del amante- sino del sentimiento replegado sobre los encajes de su amado. Así mismo el hambre del ausente –Federico- es la necesidad del público por verlo aparecer y causar un quiebre en la ficción, un trauma en la escena capaz de hacer del tono “moderno” de la obra, un lugar donde recurrir en caso de tedio. Del tedio clásico.

En el segundo acto, las escenas hacen hincapié en el juicio hacia Pantalone “un hombre de poca palabra”. Se merodea la necesidad de la palabra y de la reputación, del honor y del dinero. Luego se sigue el intento de suicidio de Clarice y la canción desamor de Silvio y su querida, con versos del tipo “No podría imaginar que un cupido fuera un lucifer” y el “Algún día conocerás mi inocencia”. Hasta llegar a lo más interesante de la obra que es el monólogo de la criada Esmeraldina (futura esposa de Arlequino) en donde el discurso de género tiene asidero. “Nosotras tenemos los valores y ellos las nueces” interpela a Clarice, dejando en claro que los hombres no valen la pena si se les mide por su coraje. La comodidad de un mundo -como el que ellas viven- se funda en que “las leyes las han hecho los hombres” y en que “las mujeres tienen fama de infieles pero son los hombres que hacen la infidelidad”. Bases que nos sugieren que las cosas no han cambiado tanto. Quiéranlo aceptar los varones paranoicos de Chile o no. Desde el S. XVII que las leyes están hechas por los hombres y que, en asuntos de famas, las mujeres siempre somos las miserables. Antes no se decía ni perra, ni culiada, pero hoy, en Chile del Bicentenario, esta escena adquiere la magnitud de un discurso crepuscular.

Con un elenco de hasta 15 actores en escena, la intima confesión del “estoy roto por dentro” de Arlequino (luego de la zurra que le llega de ambos amos cuando descubren los enredos del peón) se transforma en la frase más bella de la noche; a pesar de que la mayormente recordada sea la moraleja final, donde el pillo –dirigiéndose al público- da luces de su futuro: “Ya no seré empleado de dos patrones. Sino que de uno sólo: de quien me quiere”. Los suspiros inundan el teatro. Esmeraldina se casará con él: le llenará el estómago y las moralidades al público. Salvo, porque lo que subyace a tal sentencia es que el amor (aquel que no es un plato de habichuelas) sin ingenio, nunca servirá para nada.

Publicado en INDIE.CL, Stgo a Mil, Febrero del 2008

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