5 de mayo de 2007

Los Mechones.-

Pic: [ CAI Puc ]

Los mechones

Por Andrea Ocampo y Bruno Córdova.

Dentro de nuestro almanaque de tribus urbanas existen grupos cuya duración no es permanente en el tiempo, sino que se reduce a breves lapsos discontinuos, cuyos espaciados florecimientos son prolongados dependiendo de los periodos estudiantiles. Entre esas tribus urbanas tenemos a los chicos playeros (ver artículo anterior), a los peregrinos devotos, a los candidatos a diversos cargos de representación popular, a los dieciocheros y a los astrónomos de medio pelo (abundantes cada vez que hay eclipse de sol).
Dentro de éstos se encuentran también los mechones, término con el que son conocidos los jóvenes que cada año entran al primer año de sus carreras universitarias. El mechón es un muchacho cuya primera sensación –propiamente universitaria- es el aturdimiento con la enorme cantidad de secretarías adjuntas, profesores asistentes, sub-departamentos y reparticiones varias con prefijos como “vice”, “sub” y “asistente”. El primer día, luego de no haber dormido ni un minuto en la noche, se pierden al llegar a la U y entran a salas donde son celados atentamente por sus potenciales torturadores. En ellas esperan a profesores que nunca llegan. Creen que dentro de esas salas estarán seguros, pero no; una decena de quienes comparten su sala no son compañeros suyos: empieza la cacería.
Los mechones pueden reaccionar de dos maneras: las víctimas que aceptan la sumisión con una disposición gandhiana y las víctimas-víctimas (que se sienten como tales). Éstos últimos son los que no dejarán de buscar la instancia de huir de lo que llaman un “vejamen a su dignidad”. De los primeros se puede decir que padecen el Síndrome de Estocolmo (la victima justifica a su victimario) desde antes de los ataques que recibirán. Justifican las cabezas de pescado, la pintura, los huevos podridos, los rayados en su frente, la harina y la cera Bravo. Encuentran taquilla que les tajeen los pantalones y los hagan machetear en lugares fetiche como el Paseo Ahumada, la Estación Central y la Plaza Ñuñoa. Están con la absoluta disposición a ser escoria si eso implica sentirse aceptados por la colectividad. Los mismos que en el año -tipo Septiembre- estarán preparando la organización de cómo jugarán su rol de torturadores con los novatos del año siguiente. Por lo que todo espíritu de pertenencia debe pasar por este alto, por este trámite que le da -a la victima- la posibilidad y la oportunidad de volverse su contrario.
Entre los segundos, por su parte, se encuentran religiosos ultramontanos, antibélicos de distinta ralea y machazos de luchas “Vale Todo”. Cada uno tiene motivos para decirle que NO a lo que consideran “una pendejería aborrecible”. En el caso de los religiosos ultramontanos, sacan argumentos de las mejores prédicas de sus ministros, los que declaman enfervorizados con ojos desorbitados; los antibélicos acusan la inconsecuencia de sus compañeros con frases como “torturadores culiaos… ¡Y con esa cara protestan contra Pinocho el 11 de septiembre!” y los machazos ofrecen combos contra cualquiera que se atreva a atacarlo. Mientras los dos primeros están ya corriendo con zapatillas aladas dos kilómetros fuera del campus, el machazo habrá recibido patadas de 10 futuros compañeros, el peor olor de toda la tropa de mechoneados y algo “entrete” que contarle a su nietos.
Resulta paradojal que las facultades de estirpe izquierdista (USACH, UTEM, UMCE) sean las que tienen los alumnos torturadores más avezados y ansiosos de ver caer a sus víctimas novatas entre las fuentes de pestilencias y mugres varias, como si todo el discurso que hicieran cada día del joven combatiente o cada once de septiembre se fuera durante una semana al mismo carajo. Lo que implica, al mismo tiempo, que el concepto de comunidad implica una comunión implícita con la venganza.
Cada generación espera a la siguiente para vengarse de la anterior, constituyéndose así en un movimiento derivado, chueco, casi abstracto y, por tanto, en un nuevo lenguaje corporal, que implica sensaciones, imágenes y olores como signos de común-unión. Así los nuevos tienen los mismos rostros de los alumnos antiguos, y las maquiavélicas imágenes que pasan por la cabeza de los de segundo año, no son más que una mezcla de fantasmagorías oníricas y las mejores revistas de historietas.
Comunidad universitaria luego, que es equidistante de la necesidad de identificarse, por lo que todo mechoneo implica cierta formalización de un “yo”. El chico que es mechoneado lo es, en igual medida, que el del lado, que su compañero de banca y que la chica de atrás. Esto implica que es igual de mechoneado que el de segundo y, por lo tanto igual que del resto de la Universidad. Entonces el nuevo traje universitario ya consta de jumpers, ni camisas, ni cotonas; ahora los tajos, la harina pegada, las challas y el mal olor son un signo de bienvenida y de igualdad. En cierta medida la libertad y la fraternidad están intrínsicamente presentes, pero sólo en potencia, lo que implica una futura demostración de afecto, de aceptación y de respeto. Pero estos ideales de la Revolución Francesa sólo son una posibilidad, más no la condición de que un mechoneo se lleva a cabo. Las evidencias son obvias.
Posiblemente existan algunos que maltraten con mayor interés a tal o cual tipo, y de eso dependerá no sólo el aspecto físico, ni la procedencia, sino también una especie de retro-proyección; ya que -de alguna u otra forma- este afán identitario esconde la posibilidad de descargar la líbido -que el verano no sacó- y de todas esas trancas que la vida –universitaria o no- marca en el inconsciente juvenil.
Entonces, y lejos de sorpresa y coincidencia, notamos que el chico -que se pasó un año entero marcando con lápiz grafito una celdilla- encuentre por premio tamaño recibimiento. Sumémosle a eso unas promesas de próspero futuro económico, de desarrollo individual, de romances varios, de grandes farras y de la libertad tan ansiada de todo colegial. Obtenemos finalmente la concepción del mechoneo como el encapsulamiento de todo lo que vendrá después, de una bienvenida al mundo que nunca viene bien y del que –por consecuencia- nunca jamás se sale bien parado. Mechoneo entonces como promesa y como terapia a pildoritas de las sorpresas no-sorprendentes y de los malos ratos que el futuro estudiante universitario (chileno) tendrá que sobrellevar pasar para conseguirse la “gamba y media” que se necesita para poder caminar sólo y bien.
Marzo 2006, Indie.cl

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