18 de octubre de 2006

Que se llama Soledad .-



Que se llama Soledad


Por Andrea Ocampo



De estar sola sé dos cosas: una, que es desagradable ir con ella a un concierto, y otra, que uno siempre habita en ella. De la soledad se han escrito miles de libros porque es justamente la condición para escribir; pero de la soledad nadie habla, excepto cuando te ves obligado a reconocerla. La soledad habla mal de uno, incluso cuando ella no hable. Es como el amigo con el que se tiene una relación tormentosa.

Algo así transmití el jueves pasado cuando me encontré haciendo la cola del concierto de Joaquín Sabina en Chile. Más de que sea -o no- uno de mis favoritos, lo sorprendente del show no fue la música –que tantas veces escuché en cedés- sino los que fuimos a verlo. En la cola había de todo, desde las fanáticas embanderadas con cintillos fosforescentes, los hippies-voz-lánguida, los profes de historia –armados de libros de la Antigua Grecia-, las señoras shlomit-baytelmaníanas, las hardcore-hipermelódicas, las parejas peludas y gordinflonas y los argentinos. Con éstos últimos me quedé.

Emi y Rosario, eran las fanáticas aperradas, las solas, las perdidas, las que llegaron a universidadesantiago (no-Usach), las que pensaron que la Plaza de Armas aún era chilena, y que pasearon por San Diego como quien camina por un mall; las mismas que horas más tarde se encontraron con otra extraña: yo. Como era obvio me presenté, les dije que no les haría nada malo, que era una chilena normal, que no era lanza, que si se querían sacar una foto, y que a Bellavista mejor no fueran. Mientras hablaban, yo ejercitaba un ejercicio poco practicado por mis ojos, yo las miraba.

Entramos al concierto, y ellas -que esperaron desde las tres de la tarde- me hicieron espacio en la fila, en el momento en que su grupo de amigos trasandinos recién aterrizaban al teatro Caupolican. “Regiostupendos” ellos. “Chaparros-fomeques” nosotros. Un morenazo estilo “Juanes” hipercalcinado por el sol de su bandera, horas más tarde batiría su polera futbolera, gritaría arriba de las rejas para echar abajo el teatro y cantaría las canciones con un molesto desplazamiento de tildes, mientras Emi y Rosario, secarían sus lágrimas con las palmas de las manos.

Yo me consideraba fanática. Yo me creía el cuento de la loca-sola que va sola a un concierto de locos. Nada. Ahí yo era la extranjera, la que no se reconocía en tantas hormigas de colores que aplaudían al extranjero. Yo era la que chupaba un collak –por falta de presupuesto-, mientras el resto fumaba marihuana o echaba vino en los vasos de “coca-colas a luca”. Yo era la que, oyendo la gastada voz de un español, entre argentinos, no entendía qué hacia ahí, porqué cantaba esas canciones, porqué nadie estaba conmigo. La soledad resultó ser un asunto patriotero.

Con la misma extrañeza de quien compra en la ropa usada, los pantalones que meses atrás regaló, bailé y aplaudí mientras que el “tío” de las linternas interrumpía una de las mejores frases de Sabina para ofrecer sus liiiiinternas de coloooores a quinieeentoh. Sabina agradecería las palabras, nosotras las suyas y yo las de las chicas.

Cuando todo terminó me tiritaban las piernas, porque aparte de retener liquido, retenía cansancio. De ese que sentía hace cuatro años atrás, cuando en el colegio subíamos el cerro San Cristóbal para el aniversario de las monjas, o como el que sentía luego de terminar mis primeros ensayos de filosofía. El cansancio del concierto era propio, era totalmente mío. Porque bailar sabiendo que estás haciendo el ridículo es reconocer el fin de la apariencia de la cordura, de la buena onda, de la seriedad y de la necesidad de otro-conocido. Y ese reconocer me da propiedad sobre mi, sobre mi independencia, sobre mis decisiones, sobre mi cuerpo. Sobre mi primera soledad.

Las mendocinas me dieron papas fritas, fernet y sus mails, aunque yo no les diera nada. Aunque la-yo-sola hubiera estado todo el rato dando cuenta de lo sola que estaba, mientras cantaba con un teatro entero “lo solos que estábamos”. Por eso Sabina fue un éxito: él siempre supo que dos no es igual que uno más uno.


Los ché le gritaban “Juaco vosh shosh un ídolo”, mientras yo pensaba en lo ridículo que resulta ser fanáticos de la soledad, porque nadie es más solo que el que está integrado en la masa. Nadie más solo que uno y nadie más acompañada que la soledad. Desde las Shlomit Baytelmanianas hasta las hardcore por fin hablábamos en el mismo gerigoncio de querer ser uno con el otro. Un gerigoncio imposible de traducir desde mi cama. La segunda soledad.



2006, en Indie.cl

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