4 de agosto de 2010

Violeta Azul


a Ignacio Rodriguez de Rementería


La figura de Violeta Parra es central para la música chilena y esto no es ninguna novedad. Los programas del Bicentenario de Canal 13, la “cultura entretenida” de TVN (como “Chile Elige“), las entrevistas de LND, Tierra Adentro y La Belleza de Pensar siempre lo andan recordando; pero uno que aveces- es pendejo -y pendejo ignorante- no le llega ni siquiera a resonar.

De hecho muchos nos sorprendemos cuando artistas españoles, británicos, franceses e incluso japoneses llegan a Chile alabando a Violeta y buscando rastros de su obra; buscando en su originalidad algo que ellos carecen, pero que reconocen. Ejemplos como Mercedes Sosa, Joan Baez, Joaquín Sabina, Raphael, La Oreja de Van Gogh, y un largo etcétera, han grabado canciones, rendido homenajes y escrito en décimas imit?ndo aquello tan simple e identitario con lo que Violeta apela a la Universalidad. De hecho en Japón “Gracias a la Vida” se convirtió en un himno, hit y en una de las primeras materias primas de las reción estrenadas tornamesas.

Más allá de las motivaciones personales que la llevaron a crear sus cantos a lo humano y lo divino (además de poemas, arpilleras, y óleos), a darle tono y ritmo a la tristeza, el dolor, la injusticia social, Violeta terminó modificando para siempre los esquemas y límites de nuestra música. Y digo nuestra música, por cuanto nuestro patriotismo urbano radica en nacer en Chile, inscribirse en el registro civil, en el servicio electoral, vestirse de huaso para los diesciochos escolares, tomar hasta reventar en la universidad, y hacer asados y comer empanadas cuando ya se cuenta con sueldo.

Su ruptura responde al regreso al folcklore rural, a ese canto popular del que el chileno promedio huye y reniega de sus bisabuelos. Violeta sabía que debajo de la ciudad yace la tierra, aquella que tiene la misma fibra que el campo donde abundan las historias de perras amarillas, brujas, imbunches, tue-tues, ángeles, nacimientos milagrosos, males de ojo y funerales con lloronas.

En el pensamiento mitológico aún queda la esperanza de encontrar la pureza, aquello que nosotros, penetrados por las influencias exteriores no somos (Patricio Manns). Esa génesis es el material que permite hablar de nacionalidad: de música propia y por lo tanto, de tradición, sin caer en la trampa de creer que la Nación es la que permite nuestro patriotismo, sino que al revés. En Latinoamérica es el Estado el que constituye la Nación, y es Violeta Parra la que nos da canción nacional, muy a pesar de que “Tierra Adentro” proponga lo contrario.

Luego si no es nuestra tradición la que nos dona una guitarra con mujer, sino que Violeta es la Mujer con Guitarra (Pablo de Rokha), buscar en la ruralidad de nuestra historia, en los “dicen“, en las leyendas y en las canciones tarareadas la-historia-no-contada de nuestra Historia Oficial de Pais. Violeta Parra hizo historia hurgetiando en la memoria de “su tierra“, de su pueblo, y es esa su grandeza creativa: el dar forma social a lo que antes sólo pertenecía al campo disperso de la fantasía. Ella sólo trabajó con “lo que había“.

En este sentido el drama del descubrimiento siempre tiene lugar muy tarde. Ya sea como reconocimiento de nuestras raíces, como de nuestros artistas, de nuestro lenguaje propio y de la historia que se ha acallado por la marginalidad y centralidad geográfica. Para ello nuestra Industria Cultural, específicamente la Radio, se ha encargado de mostrar el campo chileno como un paisaje, como la eterna nostalgia del arrollo, de la china de las trenzas, del tranque, del peón, de la meica y la casa patronal. Pero ha acallado la condición en la que nuestra historia ha tomado cuerpo: las hambrunas, las masacres, la represión, las tragedias y la pobreza. La carencia absoluta de nuestro país es habernos convertido en Paisaje, en postal Village, y no en País. Ese dolor está entre las cuerdas de Violeta, en la pobreza material, en esa falla de la cultura donde Violeta y Nicanor Parra se han insertado y transformado los paradigmas del lenguaje oral y escrito. Por consecuencia, han nombrado e inscrito en su apellido la tradición de los que nunca han tenido nombre (la “Señora Juanita” dirá Lagos).

Violeta, la nacida en fuera de la urbe civilizada, es heredera de los ideales de la Ilustración (Susana Munich) de la libertad, igualdad, solidaridad, justicia social y la razón social. Motivos floridos de los años ‘60 donde se pensaba cambiar el mundo y no se tenía miedo a pensarlo. El mundo de tal valentía era (y es) el mundo que está desplazado, el que mira en la carencia y desde el sentimiento de inseguridad y temor. Dicho margen es el que Violeta re-sitúa en el centro de la Cultura (en las radios, en las peñas, bares y centros de producción artística). Esta tarea de “desenterrar el folcklore“, Violeta la padecerá en su azul tristeza y absoluta falta, que son las llaves de paso por la que ingresará a la Literatura -un campo tradicionalmente masculino- y resistirá la mirada amaestrada por la costumbre de la mujer-margen. Luego, su vida se juega entre el dolor y el “Gracias a la Vida“.

Violeta vivió la condición de la vida negativa, aquella que crece en la enfermedad, el deterioro anímico, el alcoholismo, las peleas familiares, y las debilidades masculinas. Una vida entendida así, desde los que no tienen se muestra como sacrificio, y se comprende a si misma desde una panorámica sociológica. Por ende, la denuncia de la injusticia hace de la vida una vida perra, una vida que hay que peliarla para vivirla. Y la conciencia de la pelea es siempre ruidosa y molesta, ya que es consciente de que la pobreza no tiene que ver con (lo que) falta del (al) alma, sino que, con el simple “no tener” y “no poder“: con el límite.

Esa acusación social, es perturbación cultural y protesta política, allí los males de la familia son congruentes a la (mala) estructura de política de país. Violeta y su hermano Eduardo, a través de sus décimas, nos han entregado la concepción de los males de la familia como la nueva esclavitud moderna. Violeta Parra, entonces, como entidad Cultural de los Chilenos, producto de nuestra propia formación cultural (Eugenia Neves) emergió desde un medio que le era y sentía profundamente adverso. Allí ella irrumpía con su presencia volcánica. Hacía aparecer lo silenciado, valorando lo desaparecido desde el presente. Tal como ahora, cuando ya fallecida se le reconoce, se le homenajea y se le denota con el carácter de “cantautora universal” (J.M. Arguedas).

Su universalidad reside en su motivo (amor, dolor, soledad, muerte) y en su propuesta artística. Ella hacía canciones como quién hace un pan, y si eso es así, el arte pierde su condición de autonomía (moderna y europea) y vuelve a su fundamento técnico, a su “hacer oficio“. Violeta aparece entonces como una artista multifacética, como el hombre renacentista del Houellebecq-de-moda, pero sin robot ni Internet.

La extrañeza de su caso, es el cómo artistas nacidos desde la necesidad singular (hambre, frío, techo) pueden nombrar con tono y melodías la necesidad con mayúsculas; cómo pueden llegar a Santiago y ser acogidos por las Universidades (alló donde -se supone- reside el saber universal), y producir desde la popularidad y el “paisajismo” para terminar convirtiéndose en la Aristocracia Artística que eclipsa a la música “culta” y que son sinónimo de tradición de país… siendo que todo lo vigente en las escuelas de música (propulsoras del programa modernizador de la cultura universal expresada por medios físicos, tecnológicos y políticos de poder que llegan con la colonización española) de ese entonces no hacían otra cosa que trabajar en contra de la reafirmación de la condición de “ser popular“, de ser el otro del Progreso.

Luego, Violeta es la diferencia con más identidad, con más fuerza y vivacidad, y rompe paradigmas desde su alteridad, incorporando las cuecas genuina y definitivamente a la cultura occidental, a La Cultura. Tal cultura con mayúsculas es la que históricamente ha desprecido lo que nace desde la vida comunitaria y que tiende imperiosamente a la importación. Violeta esto lo sabía. Acusaba recibo de que La Cultura se dedicaba a copiar modelos exteriores, e injertarlos en nuestra historia pintándolos con un barniz nacional. Y eso en el día de hoy, llega a nosotros, con los apelativos de lo ciudadano, lo universitario, lo académico y lo globalizado (Raquel Olea).

En contra eso, Violeta se armó de la poesía popular y de la tradición oral, la hizo texto, grabado, la transmitió y la tradujo sin pretensiones arribistas, pero tampoco dispuesta a ningún tipo de concesión (Redolés), cosa que en Chile es extremadamente grave -culturalmente grave- pues rompe con determinada normalidad del ambiente, con el nunca quedas mal con nadie. Con ello se inaugura otro modo de ver la cultura, de ponerla en juego y, por ende, de hablarla. Luego, no es de sorprender que su peña de calle Carmen, fuera la peña de Chile por excelencia, pues no sólo fue un espacio para que los artistas locales hicieran lo suyo (lo que ya es suficiente) sino que, de ser un mero taller con olor a trementina, pasó a configurarse como una verdadera Academia de canciones y artesanía.

En conclusión, la señora fea y chascona (Ángel Parra), además de quebrar con el institucionalismo de “La Cultura Chilena“, creó una forma de enseñar y de cantar (Osvaldo Rodriguez). Pues crear a través de la defensa, es la vuelta hacia la Chilenidad en su condición de nunca poder vender nada que no sea más que su canto. Y es esto lo que lo hace único y distinto de la canción comercial-industrial (Fernando Barraza). Es por eso que la Violeta azul siempre será nueva en su retorno a las raíces subterráneas de nuestra historia; pues es tan simple y sólida que aparecerá siempre para convertirse en sostén. Recordemos que ella es la madre de nuestras fibras sonoras (actuales) influenciadas por la Nueva Canción Chilena (Victor Jara, Rolando Alarcón, Angel Parra) que, gracias a la vida perra y azul de la “Viola Chilensis“, se transformó en movimiento

Publicado en INDIE.CL, 27 de Septiembre del 2006.

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