6 de agosto de 2010

H.P. (Hans Pozo)

Foto: Macarena Castillo

Hans Pozo no duele por partes. H.P duele de una vez y para siempre: su historia fragmentada quiebra. Tal como Jorge Martínez -funcionario público- debió haber sentido antes y después de (¿hacer?) balear y descuartizar el cuerpo del “rucio”, del flaite, del huacho, del cristo idiota. 

Pero alto-puente-alto ¿En qué va el caso H.P.? La crónica roja (clarinet.cl) cuenta que Martínez se suicidó en su heladería -en donde tenía un negocio paralelo a su rol de inspector municipal. La ex polola de Hans, Linda Baeza –con quien Pozo tuvo una hija, hoy de 2 años— abre la puerta para las sospechas. “Algo vio”, dice la ex.

Por otro lado, las últimas investigaciones se centran sobre la carta de 20 páginas que Jorge Martínez escribió “por si le pasaba algo”, pues antes y después de la carta hay dos ritmos distintos de escritura, hay dos tonos y dos urgencias distintas. Lo anterior, más la tesis de carabineros metidos en un “encarcelamiento pagado”, las informaciones erróneas en cuanto al descuartizamiento y del supuesto “suicidio” de Martínez hacen que la obra “H.P. Hans Pozo” se establezca sólo como una historia derivada de una tesis policial y no una historia real, como se sugiere al espectador. Y esto es importante, pues el hecho de que la reconozcamos como una historia mínima —casi como una fábula— y no como la versión oficial, hace que, por un lado, el guión tenga un espesor distinto y que, la historia, se ligue a temas como ficción, estructura dramática, caracterización y al motor central de la obra. 

Durante la función se puede sentir la necesidad del elenco de mostrar dolor, de exhibir ausencia y precariedad. Sin embargo, las caracterizaciones son muy poco coherentes y el texto a ratos logra grandes momentos como el monólogo de la Madre (”Díganme Madre, Madre loca / Díganme la Iocasta / Díganme la Medea/ Díganme la Virgen María / Díganme la que no abortó (...) la que tuvo que hacer el quite al espejismo del hambre”) termina reflexionando entorno al desamor (“El pendejo me salió rubio, por eso Hans”) y el amor indio (“Nació directo para un Pozo”): a lo que le llamo “Amor Mestizo”, el amor que tuvo que alejar porque no era producto de un affaire. No obstante lo anterior, el texto -en su generalidad, redunda en la rima y en la utilización de la cueca como asidero para poder entretejer melodías básicas que, poco y nada tienen que ver con la cueca o con el entorno real de H.P, que además se hace inverosímil. 

En ese sentido, proponer un concepto de “nacionalidad” bailando cueca o poniendo un track con tonadas o enjambres de guitarras de palo es un abuso y una siutiquería, que -a los espectadores con las orejas abiertas- causa desdicha. No sucede lo mismo cuando se apela al reggaetón. H.P. declara: “La vida: Sexo, Drogas y Reggaetón”, mientras baila con su polola luego de consumir un “mono” (pasta base). Hans baila, porque su madre —la misma que lo abandonó— perrea: su madre es perra. Y el gesto es acertadísimo, como lo demuestra el uso de la melodía silvada del “Si yo no te vuelvo a veeer...” (La Secta, La locura Automática) donde la fiesta del sexo es intercambiable por la fúnebre melodía de la melancolía y el pánico. El reggaetón se traduce como el himno del miedo, como las nupcias del olor a miembro y a estiércol, y el ritmo del perro que huele la muerte a tres pasos. El reggaetón y las caderas estremecidas establecen la mano en el poto como signo de terror, y el coito como síntoma de la duda y reafirmación del horror. 

H.P., la obra, se quiebra en diálogos intercalados, interrumpidos —a veces por pura ambición— por palabras troqueladas, por maquillajes corridos y por el desfile de colores que inundan el escenario de una historia tan gris. A los setenta minutos de andar, la tragedia se vuelve comedia, todo se transfigura en una sesión de la SCA y esto no juega a bien, pues no calza y contradice la tesis principal: la verbalización de Hans Pozo. Con la burla, el reclamo y el jugueteo en tono pop, lo que nos aplasta es el silenciamiento y la neutralización, tanto del texto, como de las coreografías de baile, los juegos con las luces y encendedores. H.P. pierde fuerza, pierde palabras y pierde tiempo. Sin embargo, el texto de los márgenes –no los monólogos de la polola, ni el de la hija- tienen la capacidad de retomar la historia, de volver a situarnos en la mitad de Río Mapocho, en la marginalidad de Santiago en su centro. 

Luego la escena se corta y el electo alinea, como si se tratara de un ejercicio de “distancia” de jardín infantil. Los actores proceden a enumerar cada una de las cosas que hacen que un marginal tenga “olor a pobre”. Los datos cómicos abundan, pero el rendimiento estético y teórico sólo aparecerá cuando la madre reconozca querer vivir como una rica. Cuando la “Madre Loca”, la que regaló al “rucio”, roba un banano y aclara que ella no puede dar “Amor de Pobre”. Aclara que las prácticas no están ligadas al hábito y con ello, que nada de lo que ha levantado como discurso es cierto. Que todo lo que hemos oído es parecido al espejismo del hambre y que esa hambre de imágenes ella la devuelve gritándonos en la cara un garabato. Y es el trabajo de reflexión entre la madre y su lengua el lugar donde podemos anclarnos en la obra —de Luis Barrales— y rastrear elementos significativos desde el punto de vista de la puesta en escena: como la diferencia del relato policial y oficial que se quiere dar.

De hecho, el cuerpo cercenado, los trozos, el acto de romper huesos y cortar tendones son imágenes más que elocuentes para indagar con el texto; son escenas que podrían ser expuestas bajo los focos y que —sin llegar al gore— podrían poner en suspenso la noción de cuerpo mismo, teniendo importantes consecuencias en lo que ellos nos hacen ver como “contenido social”, pero que fácilmente pudieron significarse como “nombre propio”, “tatuaje”, “afección” y “despellejamiento”.

Sin duda, es importante reconocer el trabajo corporal, pues la obra termina sustentándose en eso. Los movimientos, el uso del espacio y sobretodo las distancias retienen y delinean la obra, mantienen la historia y hacen que las palabras pronunciadas se curtan bajo la escasa luminaria y atraviesen el umbral del escenario para proyectarse. Pero reitero: El problema más grave de H.P. es la mofa. Todo lo ganado con el gesto se pierde con el tono juguetón: se buscan excusas para ridiculizar la prosa y la situación, sobretodo denegando la conciencia del espectador, hasta el punto de que el personaje de H.P. reconoce: “Pero nosotros somos burgueses ¡Mírenla a ella! (Indica a mujer del público) ¿Qué vamos a saber nosotros de H.P.?”.  Pese a tener razón –pues el público que pudo acceder a la obra no es “popular”-, nos desacredita como interlocutores, lanzándonos Mapocho abajo.

Nos hace cerrar los ojos ante las farolas y nos imposibilita reconocer un acto rupturista, una trasgresión teatral. El “quiebre-del-quiebre” nos acusa por creer y por querer entender una “realidad” –que para el espectador siempre se asume como ficción. En esta pretensión, la valentía que significa levantar una obra sobre el caso de Hans Pozo se vuelve lugar común, se vuelve canción de moda. Sólo así se explica la existencia de diálogos tan kitsch como:”HP: Dame un beso / JM: Me vas a quemar / HP: Es lo mínimo que puedo hacer por ti”  donde Pozo aparece como una femme fatale dispuesta a provocar al otro sólo por hacerle daño, por un placer —que en caso de llevarlo a las historias reales— es un placer pagado, no por un placer insaciable. Por más que el factor de comercio sexual esté incluido, éste se encuentra degenerado en un estereotipo “puteril” de estética almodovariana (ver la personificación estilo “Jappening con Ja” de la  polola).  Todas —salvo la caracterización de H.P.— son deficientes y la elección del electo también. Asunto puesto en evidencia con la interrupción del texto, cuando los actores cuentan de modo exageradamente anecdotario, por ejemplo, que la directora Isidora Stevenson les pide que bajen de peso para la caracterización. 

Mejor volvamos al texto de los periódicos, al relato de la calle. Alguna vez Pablo Sabaj —el fiscal a cargo del caso— declaró: “El cuerpo de Hans aún nos dice cosas”. Yo me atrevo a confirmar su sentencia. Pero con la distancia de hacerlo desde un “Conchemimare”: (¡Quiero volver a la concha de mi madre! No haber nacido). Y no desde un “Conchetumadre”  (¡Vuelve a la concha de tu madre! Muérete). Desde un socito y no de un “socio” pues sus destrozos nos encostrarán la memoria por esa mone’a de sus bolsillos, y no por la “indemnización” que se juega como garante de este asesinato personal y teatral.

“H.P. (HANS POZO)”
Lugar: Teatro del Puente, Parque Forestal S/N
Funciones: 16 al 27 enero (de miércoles a domingo)
Horario: 21:00 horas.
Precios : Entrada única $3.000 pesos.

Publicado en INDIE.CL, Enero 2008.

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