Marcelo.
“Voy a pedirte que no me nombres,
para siempre no me nombres,
por ese rato que es toda la vida.
Lo mejor lo voy a seguir dando,
te estoy cuidando para siempre de mi
de que no, no me nombres por favor:
puedes olvidarme para toda la vida”.
Andrés Calamaro, No me Nombres.
Por Andrea Ocampo.
Antes de viajar, mi papá vino a dejarme su maleta negra. Llegó de la mano de su nueva Kawasaki y un casco rojo de donde afloraban sus gruesos poto de botella. Mi viejo tiene 43, cuatro hijas, dos mujeres, una pila de problemas y la irrisoria cualidad de siempre haber sido un ciego motorizado. Mi viejo es un peligro.
Con mis tíos y mi hermana nos preparábamos para cruzar la Cordillera de los Andes y llegar a tierra argentina. Mientras ellos se preocupaban del cambio de aceite, del aire de las ruedas, del seguro del auto y de rellenar el estanque de bencina, nosotras nos dedicábamos a copar las maletas de aros, sostenes, libros, CDs y todas esas cosas que volvieron intactas a Santiago.
Luego de que mi brazo copiloto conociera el Paso Los Libertadores, Las Cuevas, los túneles, la tierra quebrada y roja de la región de Cuyo y las botellas de agua de la Difunta Correa, atisbó a eso de las 7pm al portón de un Hotel tres estrellas. Mis tíos se encargaban de las reservas mientras que un rostro aguileño de ojos grises y cabello negro se ocupaba de sujetarme el maletero. Marcelo, el recepcionista, nos llevó al dormitorio donde todos compartiríamos el mismo aire acondicionado, la tele con cable de 24’’, los olores, los ronquidos y las peleas. Nos entregó las toallas, los jabones personales Lux, y el control remoto.
- “Cualquier cosa sha saben donde encontrarme”.- Dijo antes de cerrar la puerta del 502.
Pasaron seis días en los que teníamos que cruzar la carretera, caminar hacia el centro y mezclarnos entre las Renoletas, los Ford Falcon del ’62, los Peugeot 504 y los Fiat 600. “En qué andas y té diré quién eres” dice mi papá. Y no sé, en Mendoza o son todos unos nostálgicos o les vale un pepino andar en tarros ché. Con razón la canción del momento trataba de los “Trenes, camiones y tractores” (Árbol): allá todos rayaban en cuatro ruedas.
Caminábamos, transpirábamos, comprábamos, comíamos y volvíamos a caminar hasta que nos encontramos con un captador de estúpidos –chilenos- que nos ofreció un departamento en la calle San Martín (algo así como la Alameda o Providencia chilenas). Mis patrocinadores aceptaron el precio. Con mi hermana volvimos al hotel a prender el aire, bañarnos y rellenar las maletas, no sin antes pasar por recepción a pedir las llaves del 502.
- “Eeeh, piba esperá que tenés un mensaje”- Me dijo Marcelo mientras tapaba el auricular de un teléfono que pedía precios para un dormitorio dúplex.
Se demoró media hora en cortar. Me fui a sentar a la sala de estar, donde un gran televisor mostraba cuán poco astutos son los mendocinos para colgarse al TV cable y la porfía de mi cara en mostrarse chata de esperar. Yo no le había avisado a nadie que iba para allá y con mis papás ya había chateado en un locutorio. Llegó, apagó la tele y puso su bien formado culo sobre los almohadones amarillos que nos distanciaban dos milímetros de las tablas del sillón. Y es que en ese hotel siempre estuve incómoda. En ese hotel nunca daban los recados.
Él: 26 modas, egresado de prevención de riesgos, sobrino del dueño del hotel, aficionado a las turistas, dueño de un Ford Falcon rojo y de una ejercitada lengua. Yo: 20, estudiante de algo que a él nunca le interesó, sobrina de sobre-protectores, pseudodueña de una maleta negra con ruedas y lindas lolas, tal como precisó él. Por lo que ni yo podía esperar otra cosa de mí: seis días aislada de todo ser humano, sin más contacto que mi hermana chica, rodeada de un acento histérico y de ruido de motores. Accedí sonriente a su invitación a la piscina.
La geografía nunca fue mi fuerte, menos los autos, así que mientras dactilografiaba al tacto esos ojos grises, él no reparaba en excusas para arriesgarse, olvidar su carrera, comenzar otra (la mía) y deshacerse de la cordillera de extrañeza que nos separaba. Comenzó con la detallada descripción de la ruidosa falla de su motor para bajar con los ojos más abajo de la cintura y terminar con el “No me nombres” de Calamaro. Los besos internacionales no tenían más patria que la de los huéspedes, que el paso de las manos en la baldosa blanca y de los pies en el agua con cloro. No tenían más que cuatro ojos con vista a los trolebús, los letreros de automotoras-ventas-consignaciones, locutorios y cocherías (funerarias). Eran besos de pasajera en trance que luego de tocarle sus orgullos y sus vergüenzas reclamaron la falta del condón de la salvación. Apagamos la radio: ese día no fuimos a más.
A la mañana siguiente tenía que abrir el cierre negro y guardar todo el sudor del reprimido anochecer. Un breve y despreciativo “Chao, vuelvan cuando quieran”, precedió al portón que Marcelo cerró.
Lo tomé como si lo hubiera conocido en una disco: nadie se exige, nadie se ve más, nadie se queja. Y es que Mendoza es como una discoteque, siempre acalorada, llena de gente, ruido, chicos-viejos guapos y minas mostrando su excelente corte de carne. La diferencia es que las discos cierran, Mendoza no. Entonces era lógico: a los dos días, a la salida de la librería me encontraría con él conversándole a mis aburridos familiares. Mientras todos estaban encantados con el “joven atento”, yo colorada, transpirada y salada, no me guardaba la mueca descolocada.
Él no sólo era recepcionista sino que también un avispado guía turístico. Los cinco entramos a la ciudad que encierra el Parque San Martín en un Chevrolet Corsa, y tras intentar recordar las largas calles, cerros y sobras de sus cuadernos de historia -del colegio-, Marcelo nos hizo estacionar en el Parque de la Rosa, donde jugó fútbol con mi tío, mi hermana y unos mocosos de ojos azules. Yo arrendé una bicicleta y pedalié hasta que me perdí. Me encontraron cuatro horas después, al otro extremo del parque, con Marcelo entre las piernas; él subiéndose los jeans y yo levantando la bicicleta que reposó horas en el pasto.
La multa fueron cinco pesos por el atraso de la bicicleta y dos horas de silencio antes de apagar las luces para dormir. Al día siguiente nos devolvíamos a Santiago y con Marcelo no nos habíamos despedido, sólo reconocido. 10am sonó el citófono, bajé al primer piso en pijama. Él se rió de mi estampado de ovejas y yo de su traje de recepcionista-botones-guía. Nos besamos y le di mi celular para una futura localización.
- “Si vuelves, ya sabes donde estoy”- dijo antes de echar a andar su tarro rojo, amplio, de curvas redondas y largas. Su tarro de apellido Falcon que vomitaba espeso humo negro y que comenzaba su turno -en el hotel- a las 10.30.
En el camino de regreso a Santiago ya no había turismo, nada que conocer. No me sorprendía que la tierra fuera de colores, ni que la bajada del agua fuera al revés que en Chile, ni que las radios tocaran lo peor de lo nuestro -Kudai, Alberto Plaza, Myriam Hernández-, ni que la ropa no me cupiera en la maleta, ni que mis tíos me explicaran que la lógica “conocerse-salir-pololear-casarse-sexo” tenía sentido.
Mientras comía las medialunas que Marcelo me había llevado, escuchaba a Calamaro y recordaba su mano debajo de mi camisón de ovejas verdes, de mis sostenes, en mi espalda, sus ojos grises, su cuerpo duro, su acento pegajoso y mi triste manía de engancharme a las ruedas de tipos que nunca tienen destino. Angustiada volvía a Chile y a su ropa sucia que caía encima de mi en el Paso de los Libertadores. Caía de una maleta mendocina deshecha en la aduana, en el bocinazo de un televisado choque, justo en los segundos que el celular tiritaba el mensaje de otra pesada maleta: una chilena que no es la de mi padre, pero que -según Freud- mucho tiene que ver con ella.
Febrero 2006, en Indie.cl
2 comentarios:
Andrea: Que bueno volver a tener noticias tuyas. Es difícil encontrar personas que escriban, que comuniquen.
Te cuento que he disfrutado leyendo este blog, que por cierto dejaste fuera de categoría en tu clasificación, y seria bueno saber como te vez a ti misma.
Pero a sido bueno leerte una vez mas.
Saludos
bonito blog...
no lo dejes botado.
saludos
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