18 de octubre de 2006

Fun-Sex-Fan .-


Fun-Sex-Fan

Por Andrea Ocampo

Como contando las veces que respiré en el día, voy pelo por pelo acariciando el furúnculo ya vacío de piel, que, de lado a lado y como mecedora, hace que me ponga boca abajo, abra mis piernas, me toque, me relaje y por fin caiga dormida. Es así como con dos caricias a mi entrepierna, mi primera persona cruza la calle, se vuelve Ella, y me deja soñando desde mi ombligo.

Del vacío de mis huecos caía por una tubería que me conectaba al Río Mapocho, símbolo nacional de las aguas servidas de esta ciudad. Aguas que a vista y paciencia de la capital, decapita las ansias del lado norte de Santiago y promueve las del sur, unidas por esos puentes-con-nombre-de-santos, mi kayak rojo desplegaba luces amarillas sobre el río del desagüe.

Y desagüé. Caí por la tubería acuática como si estuviera en el parque de diversiones de mis catorce, que nada tiene que ver con caer por el río de los muertos, de la pobreza, y de los deshechos. Río donde un tío paterno y su hijo se suicidaron, uno tras otro, con dos horas de diferencia; horas que me distancian milimétricamente con las caídas de estas torres gemelas de mi árbol genealógico.

El vacío del tubo atravesaba un edificio a medio hacer, que tenía una perforación al medio de los pisos. Desde abajo mis torres me llaman: salto, caigo y aparecen baldosas desde la sangre de mis rodillas, baldosas que terminan en una escalera de emergencia. Subo, y rozo con mis dedos las paredes de piedrillas hasta topar con una manilla dorada. El ombligo me arde, y la manilla de la puerta no tiene cerrojo. Giro y ahí estás: de crespos largos y descuidados. Con tus gafas negras, tecleas un computador. Me das la espalda, pero te veo balancearte en la silla que mi abuela nunca cedió en el campo; la silla de madera roja, con olor a perro mojado, que se movía cada vez que el tren pasaba a kilómetros de la parcela de mis viejos.

A tu lado, el ventanal se abría, y envolvía la sala de paredes blancas en una caja negra con suelo de madera que crujía al ritmo de tu cuerpo mientras volteabas. Con tu nariz ñata me besaste mi boca chica. Me tomaste de los hombros y me descubrí desnuda. En mis pies se quedaba el jumper colegial, el disfraz con forma de humanidad. Mi cuerpo rugía, y tu estómago se quemaba, mientras escuchaba a tus vecinas cantar una canción de los Backstreet Boys, de esos gringos que nunca fui a ver, por ir a cantarte a ti.

Tu cuerpo tiritaba, me abrazabas tan fuerte que dolía y hacía feliz a mi entrepierna. Luego no sé, desperté tendida en un sillón negro. Te miraba trabajar, mientras el sol del amanecer inundaba el río que por debajo del edificio se escuchaba. El sol calentaba mis dedos gordos del pie, mientras mi mano ayudaba a mis rosadas amigas, que recostadas sobre el costado de mi pecho simulaban ser lo más hermoso que nunca habías lamido.

Despierta veía entrar a la protagonista de la teleserie que corretea a su amante de turno, abría la puerta y te reclamaba. Yo ya no estaba allí. Y aún así me mirabas con expresión de madre. Con ojos que me trataban como tu niña.

El sol ya no calentaba y la pieza no era blanca. El sol se volvió azul y verde neón, y tuvo por rayo un mono con un plátano en la mano que le hacía publicidad a las ollas de aluminio El Mono, letrero estandarte de la cultura travesti de calle La Paz, que, por cierto, está siempre al norte del Mapocho.

Y desperté del sueño y del sueño. Y no fui feliz, crucé hacía mi lado del puente y de la vereda: fui por primera vez yo. Yo, la que apagaba nuestro cobertor eléctrico, y dejaba testimonios gástricos al lado de nuestro colchón que hace años no estaba borracho de las canciones que después de una volada verde hacen evidente el lado propio del camino. El lado no-feliz, pero la “nunca jamás” vereda de la calle de los chicos de atrás. Por algo los BSB nunca volvieron a tocar en mi ciudad y ya tengo en mis manos el boleto para volverte a ver en tu argentina Luna Park.

2006, en Revista Gooo e Indie.cl

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