Metales Pesados
Por Andrea Ocampo.
Los años me han enseñado que la mejor terapia para mis inhibiciones es subir el volumen de la radio o del pc y bailar sola -frente al perro. He descubierto que bailando el tiempo pasa más rápido, pesa menos y me hace sudar un poco, con la secreta esperanza de bajar de peso. Este terror a la exposición, no siempre lo sentí. Lo inauguré en el ‘98, año en que me quebré en tres pedazos.
Fui a un año nuevo metalero en la Gran Avenida, invitada por la que era “La Prima” de mis primas, “La Amiga” de mis amigas, mi ídola, mi confidente y todo lo cool a lo que uno puede aspirar. La Antonia tiene tres años más que yo, y por cada año tiene 20 historias amorosas. La de ese año nuevo fue determinante para ambas. Ella estaba con su pololo el “Felo”, un malandro de pelo verde a motes recortado con podadora, aros en toda la cara, y pinta de lanza; pero claro, lanza musical, porque aún toca la guitarra eléctrica en un grupo de mierda. Ella era hermosa, ojos gatunos azules, impactantes y regia. Hasta mi papá le miraba el traste mientras se tiraba piqueros a la piscina de la parcela de Linderos. Ahora ya tiene un hijo, y tiene lo que antes le faltaba a su cuerpo: granos y grasa.
Desde esa parcela de los chapuzones y champañazos salimos aquel primero de enero rumbo a San Miguel: al carrete que auspiciaba “Felo y cía.”. Luego de contemplar los jugueteos corporales que yo desconocía –lo propio de estar en pareja- botamos el cholguan de la puerta de la casa “metal”. Cuando entré oí quejidos de una voz vieja, era la abuela del dueño de casa que estaba encerrada en su pieza. Pestillo cruzado por fuera, se quejaba que no podía dormir con los tarros que sonaban.
Pasando ese pasillo estaba la cocina, que con el techo a medio caer, cobijaba un microondas, donde unos desgraciados ponían a descongelar a unos gatos recién nacidos. Por la puerta, se llegaba a los matorrales del patio, donde una docena de pelos largos hablaban estupideces. Mientras me ofrecían un guiro, yo le agarré la mochila a la Antonia para que no me dejara sola. Siempre fuimos diferentes, ella regia, yo fea; ella arriesgada, yo miedosa; ella de San miguel y yo de Providencia. Ella, era la experimentada mujer de 18, yo la pendeja virgen de 13; ella se creía metalera y yo la Sailor Moon.
Me hizo soltar la mochila y me mandó al segundo piso, donde estaba la pista de baile, que –básicamente- se limitaba a unas tres baldosas quebradas, donde todo lo que sonaba para mi era Marilyn Manson. Por más que buscaba a la bautiful people, no encontraba a nadie. Me arrepentí de haber acompañado a la Antonia.
Una hora parando el dedo, sola y con susto. No pude más y entré a la pieza de alojados, como le llamaban a esa sala de paredes con posters porno y dos colchonetas sucias y mojadas que estaban en el suelo. Mi prima estaba abrazando a su músico, pero en la compañía de un saco de dormir que les tapaba de la cintura para abajo. Nunca tan estúpida para no entender que habían peleado y se estaban “reconciliando”. Salí asustada, con la cabeza llena de las culpas que mis monjas repetían a las 8am todos los días de clases.
Me decepcioné, me puse a llorar, y me encerré en el baño. Y en compañía de una tina llena de residuos vicerales, y frente a un espejo lleno de crema de afeitar, comprendí que estaba en el lugar equivocado y que tenía que salir de allí. Pero era imposible, porque mi familia estaba en Linderos y yo estaba con mi prima en Santiago. Es decir estaba sola y en unas calles desconocidas sin ni uno en los bolsillos de la falda.
El cable del teléfono estaba roto, estaba incomunicada. Le grité a mi prima que nos fuéramos a su casa, que yo ya no quería seguir allí, que me dolía la guata, la cabeza, que nos fuéramos, pero que nos fuéramos altiro. La Antonia me mandó a dormir en la colchoneta del lado, de “al lado de ella con su pololo”. Imposible dormir con ellos y con. uno de los men in black que vomitaba en mis pies. Hice pataleta hasta que me echaron de la pieza, y de un sólo empujón me devolvieron a la pista de baile de tres baldosas.
Me arrinconé. Cuando aspiraba a un momento de tranquilidad, se me acercó un chascón de ojos rojos. Me dijo que como me llamaba y que si estaba pololeando, le dije que Alejandra y que si. No me creyó. Y yo tampoco. Se me abalanzó. Y lloré. Grité, pero los tarros sonaban muy fuerte. Un chico que tomaba ponchedepiña-en-bidón-de-plástico me miraba asombrado, y yo le suplicaba que me sacara al chascón de encima, pero me decía que era su hermano mayor, que no podía. La Antonia no me escuchó. Lloré. Grité. Lloré.
Lloré todo el camino hasta el departamento de mi prima, me dormí en su cama a las 2pm llorando. Mientras ella y el Felo reían en la pared de al lado, en la pieza matrimonial.
El año que se me avecinaba me dediqué a olvidar a mi prima, a evadir sus novedades y todo lo que tuviera que ver con ella y el “Metal”. Los años se coparon de libros y de amigas, sólo de amigas. De represiones y olvidos. De obsesiones y amores platónicos. De risas sobre dolores, sobre frustraciones y sobre pudores. Hoy por hoy, bailo entre las sillas y la mesa del comedor, sólo vista por mi perro. Como si este fuera el ritual de un esqueleto que se cubre de negro, y que cada vez que se siente partida -en tres baldosas- deseara volver a ser una niña, o como sigue diciendo Juan Luis Guerra, de aquel que quisiera ser un pez. No gato.
Agosto 2006 en Indie.cl
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