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Corazón Ñato
Por Andrea Ocampo
Hoy mi abuela ni siquiera me ofreció almuerzo. Hoy aterricé en esta comisaría exageradamente temprano. Las siete de la mañana no es una “hora decente para niña-de-colegio-de-monjas”. Pero desde que la libertad sexual corre por parte de mi mamá-divorciada, no compro el cuarto de hayullas, ni El Mercurio. Ahora la libertad sexual es para mi, lo que las espozas son para esta abuela-paco.
Las siete y media de la tarde, yo tecleaba en mi computador, ahuyentaba fantasmas, como si me sacara la pintura de uñas de semanas atrás. Esos fantasmas que siempre tienen títulos como “y Séneca murió pensando que…” o “ella usó mi cabeza como un revólver”o el mero nombre, en el caso de esos fantasmas que no dan ni miedo imaginario.
De esos fantasmas vespertinos que aparecen e invitan a cenar a eso de las nueve de la noche, en esos locales que en la década del ochenta hicieron furor, pero que yo en pañales, nunca vi florecer.
Lugar: El Obelisco. En el corazón de Santiago, me topaba con mi corazón ñato. Corazón tan antiguo como ñato, obtuso, obsesivo. Absurdamente terco e idealista. El ñato no es piola… si lo miras bien, no es piola. El ñato no es feo, claro, si lo miras bien. Y por sobre todo el ñato es inteligente si no lo escuchas mucho. El ñato es mi primer amor, no consumado, no hablado, no declarado, no tocado, no lamido. El ñato es la frustración de los trece años prolongados por su fantasmagoría hasta los actuales veinte. El ñato tiene las muñecas flacas.
Un litro de Kunstmann negra. Y aunque la guata se me revuelva por volverlo a ver, o por el fatal efecto gástrico de esa cebada, bebo dos vasos, al seco. Dicen que una borracha siempre dice la verdad. En mi caso, creo que nací mentirosa. Por más preguntas que me hace no me saca nada, ni una pechuga. Me abraza y me dice que no me asuste de sus once años de más. Que él se enorgullece de mi, que en fin… la típica del tipo verde.
Luego de tres litros salimos a caminar uno al lado del otro -sin tocarnos- desde la Alameda hasta el cerro Santa Lucía. Me habló de sus escritores, de sus músicos, de sus compañeros de trabajo, de sus cosas que no me interesan. Y me volvía a hacer preguntas. Cruzamos dos calles hacia el sur y llegamos a su departamento. Nunca respondí.
Las copas de vidrio verde rebotaron en mi cabeza. Al primer peldaño de la escalera, mi pierna ya estaba sobre él. Sobre el ñato estaba mi nariz chica, mi boca chica, mi experiencia chica, y mis problemas de niña chica. Sobre sus once años demás, estaban mis trece de menos, y no había sumatoria posible. Pasó el llavero por la chapa y su mano por bajo de mi falda. Mis pantys las rompió con la llave. Ahora -más que nunca- usaba el emoticon del emesene que siempre me mandaba. Cerró la puerta y sobre la mesa, abrió mi blusa negra, debajo se encontró con una camiseta de mayas. Me dijo que parecía pejerey, y que él era el pescador. Que no le alcanzaba para multiplicar el pan, pero que el vino corría por su parte.
En el sillón, abrochada, guardando distancias nerviosas y telepáticas, crucé la pierna blanca como tiza, y él la tomó entre sus dedos y me escribió un posdata. Lamió el sobre como si fuera de los antiguos. Las letras tiritaban. Y los besos con rouge pasaron a películas. El sillón, rojo, informe, abultado -como si fuera calabaza de cenicienta- se abrió y nos regaló el secreto más grande de mi vida de infante. Un “no soy virgen”, una mueca, y un “te adoro” nunca pronunciado. Siempre fui egoísta, tenía que guardar algo, y algo en mi.
Mi mochila y mis libros estaban tirados en el pasillo que nos llevaría hacia su cama ancha, a su cama que era su isla solitaria y excepcional. Allí podría vivir en el estado de sitio de la dictadura de su ombligo. Hice presente la condición, me levantó y lo besé, tanto como a él no le gusta, como a él le avergüenza, tanto, como él aún lo desea
Sus sábanas parecían moradas, y su cobertor una hoguera. “Buen gusto”. Por algo estoy ahí. No hay espacio para dudas. Sus piernas aprietan mis caderas blandas, mis piernas gruesas, y sus manos contorsionan mis gomas. Y que más da. Ya no podría borrar el posdata.
El ñato se soltó su pelo largo, y se juró Simba. Se tiró y ya no preguntó. Ensartó y jadeó. El venado lloró, gimió y golpeó. Del colchón florecieron discursos democráticos, meritocráticos y hasta aristocráticos. Su ombligo no entendía, y su mano frotaba mis pocos pelos aún en cueros.
Los zapatos siguieron a los sostenes y los sostenes a la chaqueta. El pasillo me enseñó a apretar, caminar y saltar. El sillón del ñato era mi isla, era mía. El sillón estaba al frente, mientras el ñato desde la alfombra me tiraba por detrás. La música de nuestro cantante había dado dos venidas, en nuestras dos idas. Pero las horas no llegaban ni a las dos propias.
Esta vez, fue igual: un preludio de dos segundos, un beso seco, una movimiento rápido, 30 segundos recto, y el colapso de su pellejo, la decaída, la ausencia, mis reclamos y el “se finí”. Los discursos siguieron a la mano propia, que como sueño de casa propia se empeña en el intento de la felicidad. Esta vez, ganaba yo. Esta vez su alfombra quedaba llena de mí, del souvignon, de mi sangre, de su semen y de sus ojos vaciados. Un rosario de menosprecios, de pocas ganas, de pocas bolas, acompañadas del sillón quemado por mis cigarros le hacían juego a su pelo mojado. El ñato ya no hablaba, lloraba, porque supo que el sillón era mío, que el computador y los libros eran mi herencia. Porque mi corazón era ñato, porque el sillón mío y la cama de su esposa. Y porque con mis garabatos lo ataba con mis espozas.
Siete de la mañana, aún camino por Santa Isabel, y camino lento, frustrada, coja de anhelos y de deseo. Pedro de Valdivia está a tres cuadras, suena el celular y es el ñato. Que lo pillaron y que llegó su gendarme, con sus cabos, sus sospechas, sus cadenas y que las espozas ya no se abren. Mi hermana ya no tiene la llave de nuestro corazón ñato.
2005, en Indie.cl
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