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Como Agua para Chocolate
Por Andrea Ocampo.
Comenzar una relación amorosa, y el hecho mismo de ahondar en eso, es como tirarse un piquero a una piscina llena de chocolate caliente, o te quemas y ahogas en el barranco de glicéridos o sales a superficie dulce, lista para que algún conejo de pascua te hinque el diente.
Uno nunca sabe la temperatura en que se funde, ni los sabores, ni los derivados del chocolate. Eso si, uno puede tantear, meter el dedo en la piscina y saborear un poco. Lo cierto es que de los ingredientes con los que uno se encontrará no se sabe nada. Lo cierto es que nada es cierto. Esa es la grasa. Lo que nos engorda el ego: que el dulce te salve el sabor a lengua propia del día común y corriente, del aliento a tabaco, y que aunque nos deje una ridícula sonrisa de piano en los dientes, te dé los dos minutos del mes que luego masticarás a pildoritas el resto del semestre.
Mi nuevo dulce de leche, es mi negro. Es un chocolate, tiene dientes de algodón, ojos de cacao, besos de canela y manos de azúcar. Es rico por donde se mire o pruebe, pero siempre deja gusto a poco. Le dicen el chocolate, porque sólo lo encuentras cuando se ríe o abre los ojos expresando sorpresa o enojo. Es dulce y más antiguo que los mismos incas. Tiene rulos empantanados y cadenas en el pecho que asoman de su habitual guayabera. Lo conocí cuando venía el bus de vuelta de Viña. Mientras él me rozaba mi pierna y mi brazo desnudo, yo le pedí el celular para que saliéramos. Del celular pasamos al mail, del mail a un bar y del bar a la dirección. Como chocolate caliente, a fuego lento tendría que ablandarlo para devorarlo, así que viendo que el doble de Alexander Pires se derrite en la boca y no en las manos, anoche decidí invitarlo a bailar.
Yo, que no soy asidua a las bailantas, discos o como le digan a esas ollas a presión, lo cierto era que tenía que ceder, y meter la patita a la piscina de a poco, para poder acostumbrarme a la temperatura ambiente, y ver si mi intolerancia a la glucosa, me acompañaba. Eran las 10 y lo esperaba en la entrada, de taco, falda y polera desbordante. Llegó todo un Chubi multicolor, chubiaso de mino. Le vi esa boca de chocolate blanco que tanto ponen de manifiesto su arito en plena comesura, ese arito que me hace almíbar. Mhm… como me languetíe los labios. Delicioso. Entramos. Me tomé una cachantún, y como agua para chocolate nos pusimos a manchar la pista de baile con nuestros zapatos de almendras. Juan Luis Guerra quedó afónico de tanta bilirrubina, nos agotamos y nos volvimos a derretir en las mesitas. Le tomé su mano, su palma blanca, sus dedos negrísimos y sus uñas de mazapán. Le dije que desde la última vez que estuvimos a “baño maria” en mi casa, todas las noches alucinaba con sus dientes de algodón. Me puso su otra mano negra sobre mi cara de durazno blanco y me dijo que era más rica que un milkybar, que el próximo mes podríamos pasar un día super-ocho en su departamento de la playa, y que le iba a decir a su polola que se iría con unos amigos. Kaboom.
La cadena de mi WC emocional regó el piso de Cif. Diluyó la canela, el cacao, la leche, el azúcar y la miel que su piel de seda regaba por el local. Me di cuenta que él contaba con su polola para nuestros planes, y que el chocolate aún estaba muy caliente para darse un piquero en la piscina, o para pegar el mordiscón del compromiso. No me quedó otra que pedir un vino para amenizar y comerme los trozos de mi valentía. Guardar los argumentos, el cariño dulce y de gotas saladas de un proyecto Sanne Nuss, que aún sólo es Nicolo. Aunque ya sé que con mi negro, el agua hace pasar más rápido el sabor del chocolate amargo, y que es esa nuestra condición.
Pero el agua aún así me deja la lengua negra, ahogada en la pérdida azucarada y nostálgica del chapusón frustrado. Me deja hiperglicémica, dulce, dulcísima. Al borde de una fatal diabetes.
Comenzar una relación amorosa, y el hecho mismo de ahondar en eso, es como tirarse un piquero a una piscina llena de chocolate caliente, o te quemas y ahogas en el barranco de glicéridos o sales a superficie dulce, lista para que algún conejo de pascua te hinque el diente.
Uno nunca sabe la temperatura en que se funde, ni los sabores, ni los derivados del chocolate. Eso si, uno puede tantear, meter el dedo en la piscina y saborear un poco. Lo cierto es que de los ingredientes con los que uno se encontrará no se sabe nada. Lo cierto es que nada es cierto. Esa es la grasa. Lo que nos engorda el ego: que el dulce te salve el sabor a lengua propia del día común y corriente, del aliento a tabaco, y que aunque nos deje una ridícula sonrisa de piano en los dientes, te dé los dos minutos del mes que luego masticarás a pildoritas el resto del semestre.
Mi nuevo dulce de leche, es mi negro. Es un chocolate, tiene dientes de algodón, ojos de cacao, besos de canela y manos de azúcar. Es rico por donde se mire o pruebe, pero siempre deja gusto a poco. Le dicen el chocolate, porque sólo lo encuentras cuando se ríe o abre los ojos expresando sorpresa o enojo. Es dulce y más antiguo que los mismos incas. Tiene rulos empantanados y cadenas en el pecho que asoman de su habitual guayabera. Lo conocí cuando venía el bus de vuelta de Viña. Mientras él me rozaba mi pierna y mi brazo desnudo, yo le pedí el celular para que saliéramos. Del celular pasamos al mail, del mail a un bar y del bar a la dirección. Como chocolate caliente, a fuego lento tendría que ablandarlo para devorarlo, así que viendo que el doble de Alexander Pires se derrite en la boca y no en las manos, anoche decidí invitarlo a bailar.
Yo, que no soy asidua a las bailantas, discos o como le digan a esas ollas a presión, lo cierto era que tenía que ceder, y meter la patita a la piscina de a poco, para poder acostumbrarme a la temperatura ambiente, y ver si mi intolerancia a la glucosa, me acompañaba. Eran las 10 y lo esperaba en la entrada, de taco, falda y polera desbordante. Llegó todo un Chubi multicolor, chubiaso de mino. Le vi esa boca de chocolate blanco que tanto ponen de manifiesto su arito en plena comesura, ese arito que me hace almíbar. Mhm… como me languetíe los labios. Delicioso. Entramos. Me tomé una cachantún, y como agua para chocolate nos pusimos a manchar la pista de baile con nuestros zapatos de almendras. Juan Luis Guerra quedó afónico de tanta bilirrubina, nos agotamos y nos volvimos a derretir en las mesitas. Le tomé su mano, su palma blanca, sus dedos negrísimos y sus uñas de mazapán. Le dije que desde la última vez que estuvimos a “baño maria” en mi casa, todas las noches alucinaba con sus dientes de algodón. Me puso su otra mano negra sobre mi cara de durazno blanco y me dijo que era más rica que un milkybar, que el próximo mes podríamos pasar un día super-ocho en su departamento de la playa, y que le iba a decir a su polola que se iría con unos amigos. Kaboom.
La cadena de mi WC emocional regó el piso de Cif. Diluyó la canela, el cacao, la leche, el azúcar y la miel que su piel de seda regaba por el local. Me di cuenta que él contaba con su polola para nuestros planes, y que el chocolate aún estaba muy caliente para darse un piquero en la piscina, o para pegar el mordiscón del compromiso. No me quedó otra que pedir un vino para amenizar y comerme los trozos de mi valentía. Guardar los argumentos, el cariño dulce y de gotas saladas de un proyecto Sanne Nuss, que aún sólo es Nicolo. Aunque ya sé que con mi negro, el agua hace pasar más rápido el sabor del chocolate amargo, y que es esa nuestra condición.
Pero el agua aún así me deja la lengua negra, ahogada en la pérdida azucarada y nostálgica del chapusón frustrado. Me deja hiperglicémica, dulce, dulcísima. Al borde de una fatal diabetes.
2005, en Indie.cl
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