18 de octubre de 2006

Fun-Sex-Fan .-


Fun-Sex-Fan

Por Andrea Ocampo

Como contando las veces que respiré en el día, voy pelo por pelo acariciando el furúnculo ya vacío de piel, que, de lado a lado y como mecedora, hace que me ponga boca abajo, abra mis piernas, me toque, me relaje y por fin caiga dormida. Es así como con dos caricias a mi entrepierna, mi primera persona cruza la calle, se vuelve Ella, y me deja soñando desde mi ombligo.

Del vacío de mis huecos caía por una tubería que me conectaba al Río Mapocho, símbolo nacional de las aguas servidas de esta ciudad. Aguas que a vista y paciencia de la capital, decapita las ansias del lado norte de Santiago y promueve las del sur, unidas por esos puentes-con-nombre-de-santos, mi kayak rojo desplegaba luces amarillas sobre el río del desagüe.

Y desagüé. Caí por la tubería acuática como si estuviera en el parque de diversiones de mis catorce, que nada tiene que ver con caer por el río de los muertos, de la pobreza, y de los deshechos. Río donde un tío paterno y su hijo se suicidaron, uno tras otro, con dos horas de diferencia; horas que me distancian milimétricamente con las caídas de estas torres gemelas de mi árbol genealógico.

El vacío del tubo atravesaba un edificio a medio hacer, que tenía una perforación al medio de los pisos. Desde abajo mis torres me llaman: salto, caigo y aparecen baldosas desde la sangre de mis rodillas, baldosas que terminan en una escalera de emergencia. Subo, y rozo con mis dedos las paredes de piedrillas hasta topar con una manilla dorada. El ombligo me arde, y la manilla de la puerta no tiene cerrojo. Giro y ahí estás: de crespos largos y descuidados. Con tus gafas negras, tecleas un computador. Me das la espalda, pero te veo balancearte en la silla que mi abuela nunca cedió en el campo; la silla de madera roja, con olor a perro mojado, que se movía cada vez que el tren pasaba a kilómetros de la parcela de mis viejos.

A tu lado, el ventanal se abría, y envolvía la sala de paredes blancas en una caja negra con suelo de madera que crujía al ritmo de tu cuerpo mientras volteabas. Con tu nariz ñata me besaste mi boca chica. Me tomaste de los hombros y me descubrí desnuda. En mis pies se quedaba el jumper colegial, el disfraz con forma de humanidad. Mi cuerpo rugía, y tu estómago se quemaba, mientras escuchaba a tus vecinas cantar una canción de los Backstreet Boys, de esos gringos que nunca fui a ver, por ir a cantarte a ti.

Tu cuerpo tiritaba, me abrazabas tan fuerte que dolía y hacía feliz a mi entrepierna. Luego no sé, desperté tendida en un sillón negro. Te miraba trabajar, mientras el sol del amanecer inundaba el río que por debajo del edificio se escuchaba. El sol calentaba mis dedos gordos del pie, mientras mi mano ayudaba a mis rosadas amigas, que recostadas sobre el costado de mi pecho simulaban ser lo más hermoso que nunca habías lamido.

Despierta veía entrar a la protagonista de la teleserie que corretea a su amante de turno, abría la puerta y te reclamaba. Yo ya no estaba allí. Y aún así me mirabas con expresión de madre. Con ojos que me trataban como tu niña.

El sol ya no calentaba y la pieza no era blanca. El sol se volvió azul y verde neón, y tuvo por rayo un mono con un plátano en la mano que le hacía publicidad a las ollas de aluminio El Mono, letrero estandarte de la cultura travesti de calle La Paz, que, por cierto, está siempre al norte del Mapocho.

Y desperté del sueño y del sueño. Y no fui feliz, crucé hacía mi lado del puente y de la vereda: fui por primera vez yo. Yo, la que apagaba nuestro cobertor eléctrico, y dejaba testimonios gástricos al lado de nuestro colchón que hace años no estaba borracho de las canciones que después de una volada verde hacen evidente el lado propio del camino. El lado no-feliz, pero la “nunca jamás” vereda de la calle de los chicos de atrás. Por algo los BSB nunca volvieron a tocar en mi ciudad y ya tengo en mis manos el boleto para volverte a ver en tu argentina Luna Park.

2006, en Revista Gooo e Indie.cl

Que se llama Soledad .-



Que se llama Soledad


Por Andrea Ocampo



De estar sola sé dos cosas: una, que es desagradable ir con ella a un concierto, y otra, que uno siempre habita en ella. De la soledad se han escrito miles de libros porque es justamente la condición para escribir; pero de la soledad nadie habla, excepto cuando te ves obligado a reconocerla. La soledad habla mal de uno, incluso cuando ella no hable. Es como el amigo con el que se tiene una relación tormentosa.

Algo así transmití el jueves pasado cuando me encontré haciendo la cola del concierto de Joaquín Sabina en Chile. Más de que sea -o no- uno de mis favoritos, lo sorprendente del show no fue la música –que tantas veces escuché en cedés- sino los que fuimos a verlo. En la cola había de todo, desde las fanáticas embanderadas con cintillos fosforescentes, los hippies-voz-lánguida, los profes de historia –armados de libros de la Antigua Grecia-, las señoras shlomit-baytelmaníanas, las hardcore-hipermelódicas, las parejas peludas y gordinflonas y los argentinos. Con éstos últimos me quedé.

Emi y Rosario, eran las fanáticas aperradas, las solas, las perdidas, las que llegaron a universidadesantiago (no-Usach), las que pensaron que la Plaza de Armas aún era chilena, y que pasearon por San Diego como quien camina por un mall; las mismas que horas más tarde se encontraron con otra extraña: yo. Como era obvio me presenté, les dije que no les haría nada malo, que era una chilena normal, que no era lanza, que si se querían sacar una foto, y que a Bellavista mejor no fueran. Mientras hablaban, yo ejercitaba un ejercicio poco practicado por mis ojos, yo las miraba.

Entramos al concierto, y ellas -que esperaron desde las tres de la tarde- me hicieron espacio en la fila, en el momento en que su grupo de amigos trasandinos recién aterrizaban al teatro Caupolican. “Regiostupendos” ellos. “Chaparros-fomeques” nosotros. Un morenazo estilo “Juanes” hipercalcinado por el sol de su bandera, horas más tarde batiría su polera futbolera, gritaría arriba de las rejas para echar abajo el teatro y cantaría las canciones con un molesto desplazamiento de tildes, mientras Emi y Rosario, secarían sus lágrimas con las palmas de las manos.

Yo me consideraba fanática. Yo me creía el cuento de la loca-sola que va sola a un concierto de locos. Nada. Ahí yo era la extranjera, la que no se reconocía en tantas hormigas de colores que aplaudían al extranjero. Yo era la que chupaba un collak –por falta de presupuesto-, mientras el resto fumaba marihuana o echaba vino en los vasos de “coca-colas a luca”. Yo era la que, oyendo la gastada voz de un español, entre argentinos, no entendía qué hacia ahí, porqué cantaba esas canciones, porqué nadie estaba conmigo. La soledad resultó ser un asunto patriotero.

Con la misma extrañeza de quien compra en la ropa usada, los pantalones que meses atrás regaló, bailé y aplaudí mientras que el “tío” de las linternas interrumpía una de las mejores frases de Sabina para ofrecer sus liiiiinternas de coloooores a quinieeentoh. Sabina agradecería las palabras, nosotras las suyas y yo las de las chicas.

Cuando todo terminó me tiritaban las piernas, porque aparte de retener liquido, retenía cansancio. De ese que sentía hace cuatro años atrás, cuando en el colegio subíamos el cerro San Cristóbal para el aniversario de las monjas, o como el que sentía luego de terminar mis primeros ensayos de filosofía. El cansancio del concierto era propio, era totalmente mío. Porque bailar sabiendo que estás haciendo el ridículo es reconocer el fin de la apariencia de la cordura, de la buena onda, de la seriedad y de la necesidad de otro-conocido. Y ese reconocer me da propiedad sobre mi, sobre mi independencia, sobre mis decisiones, sobre mi cuerpo. Sobre mi primera soledad.

Las mendocinas me dieron papas fritas, fernet y sus mails, aunque yo no les diera nada. Aunque la-yo-sola hubiera estado todo el rato dando cuenta de lo sola que estaba, mientras cantaba con un teatro entero “lo solos que estábamos”. Por eso Sabina fue un éxito: él siempre supo que dos no es igual que uno más uno.


Los ché le gritaban “Juaco vosh shosh un ídolo”, mientras yo pensaba en lo ridículo que resulta ser fanáticos de la soledad, porque nadie es más solo que el que está integrado en la masa. Nadie más solo que uno y nadie más acompañada que la soledad. Desde las Shlomit Baytelmanianas hasta las hardcore por fin hablábamos en el mismo gerigoncio de querer ser uno con el otro. Un gerigoncio imposible de traducir desde mi cama. La segunda soledad.



2006, en Indie.cl

Corazón Ñato .-


Pic: [ flashboy ]

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Corazón Ñato

Por Andrea Ocampo

Hoy mi abuela ni siquiera me ofreció almuerzo. Hoy aterricé en esta comisaría exageradamente temprano. Las siete de la mañana no es una “hora decente para niña-de-colegio-de-monjas”. Pero desde que la libertad sexual corre por parte de mi mamá-divorciada, no compro el cuarto de hayullas, ni El Mercurio. Ahora la libertad sexual es para mi, lo que las espozas son para esta abuela-paco.

Las siete y media de la tarde, yo tecleaba en mi computador, ahuyentaba fantasmas, como si me sacara la pintura de uñas de semanas atrás. Esos fantasmas que siempre tienen títulos como “y Séneca murió pensando que…” o “ella usó mi cabeza como un revólver”o el mero nombre, en el caso de esos fantasmas que no dan ni miedo imaginario.
De esos fantasmas vespertinos que aparecen e invitan a cenar a eso de las nueve de la noche, en esos locales que en la década del ochenta hicieron furor, pero que yo en pañales, nunca vi florecer.

Lugar: El Obelisco. En el corazón de Santiago, me topaba con mi corazón ñato. Corazón tan antiguo como ñato, obtuso, obsesivo. Absurdamente terco e idealista. El ñato no es piola… si lo miras bien, no es piola. El ñato no es feo, claro, si lo miras bien. Y por sobre todo el ñato es inteligente si no lo escuchas mucho. El ñato es mi primer amor, no consumado, no hablado, no declarado, no tocado, no lamido. El ñato es la frustración de los trece años prolongados por su fantasmagoría hasta los actuales veinte. El ñato tiene las muñecas flacas.

Un litro de Kunstmann negra. Y aunque la guata se me revuelva por volverlo a ver, o por el fatal efecto gástrico de esa cebada, bebo dos vasos, al seco. Dicen que una borracha siempre dice la verdad. En mi caso, creo que nací mentirosa. Por más preguntas que me hace no me saca nada, ni una pechuga. Me abraza y me dice que no me asuste de sus once años de más. Que él se enorgullece de mi, que en fin… la típica del tipo verde.

Luego de tres litros salimos a caminar uno al lado del otro -sin tocarnos- desde la Alameda hasta el cerro Santa Lucía. Me habló de sus escritores, de sus músicos, de sus compañeros de trabajo, de sus cosas que no me interesan. Y me volvía a hacer preguntas. Cruzamos dos calles hacia el sur y llegamos a su departamento. Nunca respondí.

Las copas de vidrio verde rebotaron en mi cabeza. Al primer peldaño de la escalera, mi pierna ya estaba sobre él. Sobre el ñato estaba mi nariz chica, mi boca chica, mi experiencia chica, y mis problemas de niña chica. Sobre sus once años demás, estaban mis trece de menos, y no había sumatoria posible. Pasó el llavero por la chapa y su mano por bajo de mi falda. Mis pantys las rompió con la llave. Ahora -más que nunca- usaba el emoticon del emesene que siempre me mandaba. Cerró la puerta y sobre la mesa, abrió mi blusa negra, debajo se encontró con una camiseta de mayas. Me dijo que parecía pejerey, y que él era el pescador. Que no le alcanzaba para multiplicar el pan, pero que el vino corría por su parte.

En el sillón, abrochada, guardando distancias nerviosas y telepáticas, crucé la pierna blanca como tiza, y él la tomó entre sus dedos y me escribió un posdata. Lamió el sobre como si fuera de los antiguos. Las letras tiritaban. Y los besos con rouge pasaron a películas. El sillón, rojo, informe, abultado -como si fuera calabaza de cenicienta- se abrió y nos regaló el secreto más grande de mi vida de infante. Un “no soy virgen”, una mueca, y un “te adoro” nunca pronunciado. Siempre fui egoísta, tenía que guardar algo, y algo en mi.

Mi mochila y mis libros estaban tirados en el pasillo que nos llevaría hacia su cama ancha, a su cama que era su isla solitaria y excepcional. Allí podría vivir en el estado de sitio de la dictadura de su ombligo. Hice presente la condición, me levantó y lo besé, tanto como a él no le gusta, como a él le avergüenza, tanto, como él aún lo desea

Sus sábanas parecían moradas, y su cobertor una hoguera. “Buen gusto”. Por algo estoy ahí. No hay espacio para dudas. Sus piernas aprietan mis caderas blandas, mis piernas gruesas, y sus manos contorsionan mis gomas. Y que más da. Ya no podría borrar el posdata.
El ñato se soltó su pelo largo, y se juró Simba. Se tiró y ya no preguntó. Ensartó y jadeó. El venado lloró, gimió y golpeó. Del colchón florecieron discursos democráticos, meritocráticos y hasta aristocráticos. Su ombligo no entendía, y su mano frotaba mis pocos pelos aún en cueros.

Los zapatos siguieron a los sostenes y los sostenes a la chaqueta. El pasillo me enseñó a apretar, caminar y saltar. El sillón del ñato era mi isla, era mía. El sillón estaba al frente, mientras el ñato desde la alfombra me tiraba por detrás. La música de nuestro cantante había dado dos venidas, en nuestras dos idas. Pero las horas no llegaban ni a las dos propias.

Esta vez, fue igual: un preludio de dos segundos, un beso seco, una movimiento rápido, 30 segundos recto, y el colapso de su pellejo, la decaída, la ausencia, mis reclamos y el “se finí”. Los discursos siguieron a la mano propia, que como sueño de casa propia se empeña en el intento de la felicidad. Esta vez, ganaba yo. Esta vez su alfombra quedaba llena de mí, del souvignon, de mi sangre, de su semen y de sus ojos vaciados. Un rosario de menosprecios, de pocas ganas, de pocas bolas, acompañadas del sillón quemado por mis cigarros le hacían juego a su pelo mojado. El ñato ya no hablaba, lloraba, porque supo que el sillón era mío, que el computador y los libros eran mi herencia. Porque mi corazón era ñato, porque el sillón mío y la cama de su esposa. Y porque con mis garabatos lo ataba con mis espozas.

Siete de la mañana, aún camino por Santa Isabel, y camino lento, frustrada, coja de anhelos y de deseo. Pedro de Valdivia está a tres cuadras, suena el celular y es el ñato. Que lo pillaron y que llegó su gendarme, con sus cabos, sus sospechas, sus cadenas y que las espozas ya no se abren. Mi hermana ya no tiene la llave de nuestro corazón ñato.

2005, en Indie.cl

Marcelo .-


Marcelo.


“Voy a pedirte que no me nombres,

para siempre no me nombres,

por ese rato que es toda la vida.

Lo mejor lo voy a seguir dando,

te estoy cuidando para siempre de mi

de que no, no me nombres por favor:

puedes olvidarme para toda la vida”.

Andrés Calamaro, No me Nombres.

Por Andrea Ocampo.

Antes de viajar, mi papá vino a dejarme su maleta negra. Llegó de la mano de su nueva Kawasaki y un casco rojo de donde afloraban sus gruesos poto de botella. Mi viejo tiene 43, cuatro hijas, dos mujeres, una pila de problemas y la irrisoria cualidad de siempre haber sido un ciego motorizado. Mi viejo es un peligro.

Con mis tíos y mi hermana nos preparábamos para cruzar la Cordillera de los Andes y llegar a tierra argentina. Mientras ellos se preocupaban del cambio de aceite, del aire de las ruedas, del seguro del auto y de rellenar el estanque de bencina, nosotras nos dedicábamos a copar las maletas de aros, sostenes, libros, CDs y todas esas cosas que volvieron intactas a Santiago.

Luego de que mi brazo copiloto conociera el Paso Los Libertadores, Las Cuevas, los túneles, la tierra quebrada y roja de la región de Cuyo y las botellas de agua de la Difunta Correa, atisbó a eso de las 7pm al portón de un Hotel tres estrellas. Mis tíos se encargaban de las reservas mientras que un rostro aguileño de ojos grises y cabello negro se ocupaba de sujetarme el maletero. Marcelo, el recepcionista, nos llevó al dormitorio donde todos compartiríamos el mismo aire acondicionado, la tele con cable de 24’’, los olores, los ronquidos y las peleas. Nos entregó las toallas, los jabones personales Lux, y el control remoto.

- “Cualquier cosa sha saben donde encontrarme”.- Dijo antes de cerrar la puerta del 502.

Pasaron seis días en los que teníamos que cruzar la carretera, caminar hacia el centro y mezclarnos entre las Renoletas, los Ford Falcon del ’62, los Peugeot 504 y los Fiat 600. “En qué andas y té diré quién eres” dice mi papá. Y no sé, en Mendoza o son todos unos nostálgicos o les vale un pepino andar en tarros ché. Con razón la canción del momento trataba de los “Trenes, camiones y tractores” (Árbol): allá todos rayaban en cuatro ruedas.

Caminábamos, transpirábamos, comprábamos, comíamos y volvíamos a caminar hasta que nos encontramos con un captador de estúpidos –chilenos- que nos ofreció un departamento en la calle San Martín (algo así como la Alameda o Providencia chilenas). Mis patrocinadores aceptaron el precio. Con mi hermana volvimos al hotel a prender el aire, bañarnos y rellenar las maletas, no sin antes pasar por recepción a pedir las llaves del 502.

- “Eeeh, piba esperá que tenés un mensaje”- Me dijo Marcelo mientras tapaba el auricular de un teléfono que pedía precios para un dormitorio dúplex.

Se demoró media hora en cortar. Me fui a sentar a la sala de estar, donde un gran televisor mostraba cuán poco astutos son los mendocinos para colgarse al TV cable y la porfía de mi cara en mostrarse chata de esperar. Yo no le había avisado a nadie que iba para allá y con mis papás ya había chateado en un locutorio. Llegó, apagó la tele y puso su bien formado culo sobre los almohadones amarillos que nos distanciaban dos milímetros de las tablas del sillón. Y es que en ese hotel siempre estuve incómoda. En ese hotel nunca daban los recados.

Él: 26 modas, egresado de prevención de riesgos, sobrino del dueño del hotel, aficionado a las turistas, dueño de un Ford Falcon rojo y de una ejercitada lengua. Yo: 20, estudiante de algo que a él nunca le interesó, sobrina de sobre-protectores, pseudodueña de una maleta negra con ruedas y lindas lolas, tal como precisó él. Por lo que ni yo podía esperar otra cosa de mí: seis días aislada de todo ser humano, sin más contacto que mi hermana chica, rodeada de un acento histérico y de ruido de motores. Accedí sonriente a su invitación a la piscina.

La geografía nunca fue mi fuerte, menos los autos, así que mientras dactilografiaba al tacto esos ojos grises, él no reparaba en excusas para arriesgarse, olvidar su carrera, comenzar otra (la mía) y deshacerse de la cordillera de extrañeza que nos separaba. Comenzó con la detallada descripción de la ruidosa falla de su motor para bajar con los ojos más abajo de la cintura y terminar con el “No me nombres” de Calamaro. Los besos internacionales no tenían más patria que la de los huéspedes, que el paso de las manos en la baldosa blanca y de los pies en el agua con cloro. No tenían más que cuatro ojos con vista a los trolebús, los letreros de automotoras-ventas-consignaciones, locutorios y cocherías (funerarias). Eran besos de pasajera en trance que luego de tocarle sus orgullos y sus vergüenzas reclamaron la falta del condón de la salvación. Apagamos la radio: ese día no fuimos a más.
A la mañana siguiente tenía que abrir el cierre negro y guardar todo el sudor del reprimido anochecer. Un breve y despreciativo “Chao, vuelvan cuando quieran”, precedió al portón que Marcelo cerró.

Lo tomé como si lo hubiera conocido en una disco: nadie se exige, nadie se ve más, nadie se queja. Y es que Mendoza es como una discoteque, siempre acalorada, llena de gente, ruido, chicos-viejos guapos y minas mostrando su excelente corte de carne. La diferencia es que las discos cierran, Mendoza no. Entonces era lógico: a los dos días, a la salida de la librería me encontraría con él conversándole a mis aburridos familiares. Mientras todos estaban encantados con el “joven atento”, yo colorada, transpirada y salada, no me guardaba la mueca descolocada.

Él no sólo era recepcionista sino que también un avispado guía turístico. Los cinco entramos a la ciudad que encierra el Parque San Martín en un Chevrolet Corsa, y tras intentar recordar las largas calles, cerros y sobras de sus cuadernos de historia -del colegio-, Marcelo nos hizo estacionar en el Parque de la Rosa, donde jugó fútbol con mi tío, mi hermana y unos mocosos de ojos azules. Yo arrendé una bicicleta y pedalié hasta que me perdí. Me encontraron cuatro horas después, al otro extremo del parque, con Marcelo entre las piernas; él subiéndose los jeans y yo levantando la bicicleta que reposó horas en el pasto.

La multa fueron cinco pesos por el atraso de la bicicleta y dos horas de silencio antes de apagar las luces para dormir. Al día siguiente nos devolvíamos a Santiago y con Marcelo no nos habíamos despedido, sólo reconocido. 10am sonó el citófono, bajé al primer piso en pijama. Él se rió de mi estampado de ovejas y yo de su traje de recepcionista-botones-guía. Nos besamos y le di mi celular para una futura localización.

- “Si vuelves, ya sabes donde estoy”- dijo antes de echar a andar su tarro rojo, amplio, de curvas redondas y largas. Su tarro de apellido Falcon que vomitaba espeso humo negro y que comenzaba su turno -en el hotel- a las 10.30.

En el camino de regreso a Santiago ya no había turismo, nada que conocer. No me sorprendía que la tierra fuera de colores, ni que la bajada del agua fuera al revés que en Chile, ni que las radios tocaran lo peor de lo nuestro -Kudai, Alberto Plaza, Myriam Hernández-, ni que la ropa no me cupiera en la maleta, ni que mis tíos me explicaran que la lógica “conocerse-salir-pololear-casarse-sexo” tenía sentido.
Mientras comía las medialunas que Marcelo me había llevado, escuchaba a Calamaro y recordaba su mano debajo de mi camisón de ovejas verdes, de mis sostenes, en mi espalda, sus ojos grises, su cuerpo duro, su acento pegajoso y mi triste manía de engancharme a las ruedas de tipos que nunca tienen destino. Angustiada volvía a Chile y a su ropa sucia que caía encima de mi en el Paso de los Libertadores. Caía de una maleta mendocina deshecha en la aduana, en el bocinazo de un televisado choque, justo en los segundos que el celular tiritaba el mensaje de otra pesada maleta: una chilena que no es la de mi padre, pero que -según Freud- mucho tiene que ver con ella.

Febrero 2006, en Indie.cl

Metales Pesados .-

Metales Pesados

Por Andrea Ocampo.

Los años me han enseñado que la mejor terapia para mis inhibiciones es subir el volumen de la radio o del pc y bailar sola -frente al perro. He descubierto que bailando el tiempo pasa más rápido, pesa menos y me hace sudar un poco, con la secreta esperanza de bajar de peso. Este terror a la exposición, no siempre lo sentí. Lo inauguré en el ‘98, año en que me quebré en tres pedazos.

Fui a un año nuevo metalero en la Gran Avenida, invitada por la que era “La Prima” de mis primas, “La Amiga” de mis amigas, mi ídola, mi confidente y todo lo cool a lo que uno puede aspirar. La Antonia tiene tres años más que yo, y por cada año tiene 20 historias amorosas. La de ese año nuevo fue determinante para ambas. Ella estaba con su pololo el “Felo”, un malandro de pelo verde a motes recortado con podadora, aros en toda la cara, y pinta de lanza; pero claro, lanza musical, porque aún toca la guitarra eléctrica en un grupo de mierda. Ella era hermosa, ojos gatunos azules, impactantes y regia. Hasta mi papá le miraba el traste mientras se tiraba piqueros a la piscina de la parcela de Linderos. Ahora ya tiene un hijo, y tiene lo que antes le faltaba a su cuerpo: granos y grasa.

Desde esa parcela de los chapuzones y champañazos salimos aquel primero de enero rumbo a San Miguel: al carrete que auspiciaba “Felo y cía.”. Luego de contemplar los jugueteos corporales que yo desconocía –lo propio de estar en pareja- botamos el cholguan de la puerta de la casa “metal”. Cuando entré oí quejidos de una voz vieja, era la abuela del dueño de casa que estaba encerrada en su pieza. Pestillo cruzado por fuera, se quejaba que no podía dormir con los tarros que sonaban.

Pasando ese pasillo estaba la cocina, que con el techo a medio caer, cobijaba un microondas, donde unos desgraciados ponían a descongelar a unos gatos recién nacidos. Por la puerta, se llegaba a los matorrales del patio, donde una docena de pelos largos hablaban estupideces. Mientras me ofrecían un guiro, yo le agarré la mochila a la Antonia para que no me dejara sola. Siempre fuimos diferentes, ella regia, yo fea; ella arriesgada, yo miedosa; ella de San miguel y yo de Providencia. Ella, era la experimentada mujer de 18, yo la pendeja virgen de 13; ella se creía metalera y yo la Sailor Moon.

Me hizo soltar la mochila y me mandó al segundo piso, donde estaba la pista de baile, que –básicamente- se limitaba a unas tres baldosas quebradas, donde todo lo que sonaba para mi era Marilyn Manson. Por más que buscaba a la bautiful people, no encontraba a nadie. Me arrepentí de haber acompañado a la Antonia.

Una hora parando el dedo, sola y con susto. No pude más y entré a la pieza de alojados, como le llamaban a esa sala de paredes con posters porno y dos colchonetas sucias y mojadas que estaban en el suelo. Mi prima estaba abrazando a su músico, pero en la compañía de un saco de dormir que les tapaba de la cintura para abajo. Nunca tan estúpida para no entender que habían peleado y se estaban “reconciliando”. Salí asustada, con la cabeza llena de las culpas que mis monjas repetían a las 8am todos los días de clases.

Me decepcioné, me puse a llorar, y me encerré en el baño. Y en compañía de una tina llena de residuos vicerales, y frente a un espejo lleno de crema de afeitar, comprendí que estaba en el lugar equivocado y que tenía que salir de allí. Pero era imposible, porque mi familia estaba en Linderos y yo estaba con mi prima en Santiago. Es decir estaba sola y en unas calles desconocidas sin ni uno en los bolsillos de la falda.

El cable del teléfono estaba roto, estaba incomunicada. Le grité a mi prima que nos fuéramos a su casa, que yo ya no quería seguir allí, que me dolía la guata, la cabeza, que nos fuéramos, pero que nos fuéramos altiro. La Antonia me mandó a dormir en la colchoneta del lado, de “al lado de ella con su pololo”. Imposible dormir con ellos y con. uno de los men in black que vomitaba en mis pies. Hice pataleta hasta que me echaron de la pieza, y de un sólo empujón me devolvieron a la pista de baile de tres baldosas.

Me arrinconé. Cuando aspiraba a un momento de tranquilidad, se me acercó un chascón de ojos rojos. Me dijo que como me llamaba y que si estaba pololeando, le dije que Alejandra y que si. No me creyó. Y yo tampoco. Se me abalanzó. Y lloré. Grité, pero los tarros sonaban muy fuerte. Un chico que tomaba ponchedepiña-en-bidón-de-plástico me miraba asombrado, y yo le suplicaba que me sacara al chascón de encima, pero me decía que era su hermano mayor, que no podía. La Antonia no me escuchó. Lloré. Grité. Lloré.

Lloré todo el camino hasta el departamento de mi prima, me dormí en su cama a las 2pm llorando. Mientras ella y el Felo reían en la pared de al lado, en la pieza matrimonial.

El año que se me avecinaba me dediqué a olvidar a mi prima, a evadir sus novedades y todo lo que tuviera que ver con ella y el “Metal”. Los años se coparon de libros y de amigas, sólo de amigas. De represiones y olvidos. De obsesiones y amores platónicos. De risas sobre dolores, sobre frustraciones y sobre pudores. Hoy por hoy, bailo entre las sillas y la mesa del comedor, sólo vista por mi perro. Como si este fuera el ritual de un esqueleto que se cubre de negro, y que cada vez que se siente partida -en tres baldosas- deseara volver a ser una niña, o como sigue diciendo Juan Luis Guerra, de aquel que quisiera ser un pez. No gato.

Agosto 2006 en Indie.cl

Reality Boys Must Cry .-


Reality Boys Must Cry
Por Andrea Ocampo.

Reality Show: dícese de hacer de la realidad un espectáculo, que en su versión perfecta se exhibiría en televisión a tiempo real, sin guión, ni censura, algo así como Truman Show sin desenlace. Se supone que éste es un genero de no-ficción, derivado de los Talk Shows (programas testimoniales) y de bajo presupuesto, que nació hace más de una década en las pantallas de nuestro hermano mayor (EEUU).

Operación Triunfo, el Gran Hermano, y Survivor (“El sobreviviente”) son los tres paradigmas de este producto mediático, que tienen por factor común el encierro, la descontextualización del hábitat (desierto, bosques, campos de hielo), la competencia y el conflicto. Causa o consecuencia una de otra, las cámaras, y los micrófonos hacen del escenario de la vida privada una comedia de situaciones inverosímiles, anormales, que se van encadenando una tras otras en la sopa de letras en la que se nadará por un premio.

Sabemos que en los Realitys Shows los conflictos por comida, por ego, por territorio, por la mujer, o por la misma competencia es pan de cada día, pero son esos efectos del programa su misma justificación, sus consecuencias son sus causas y todo se vuelve a sí en una burbuja plástica, maquillada e hiper-tecnologizada que obtiene como productos rostros desgarbados, cuerpos peludos, conductas histéricas, y buen dinero.
El caso extremo de esto se vivió en el Reality Show de la ABC llamado “Extreme Makeover”, donde los participantes se someterían a una serie de cirugías plásticas que dejarían a la oruga como mariposa lista para volar a la felicidad. Ante la promesa de un final feliz, la highlander de Kellie Mc-Gree, se internó en la clínica-show y tras una confusa operación de mandíbula, el director del programa la apartó de la misma, ya que sus defectos tomarían más tiempo en arreglarse que lo que la cinta de la cámara soporta. Punto Aparte, Kellie sería la primera Reality-Histérica-Suicida.

Las incursiones chilenas en este formato de programas comenzaron con el apresurado e improvisado Reality del Team Metano (Mega), el inolvidable “Protagonistas de la Fama”(C13), el precario “Tocando las Estrellas” (TVN), el rústico “Conquistadores del Fin del Mundo” (C13), el loly-pop “Protagonistas de la Música”(C13), y los extranjeros y aburridos “Operación Triunfo (Mega) y Gran Hermano del Pacífico (La Red)”. El cambio vino con La Granja (y sus secuelas), pues luego de pasar del formato Reality-Internado-Artístico, se nos vino la tradición mapuche-criolla encima, se nos pusieron chanchos, vacas, araucarias, casonas, moscas y estiércol frente a los ojos. Los hombres de la tierra aburridísimos dentro de sus botas de goma amarilla y sus sombreros de explorador debían mostrar la excusa perfecta para que fuera un programa familiar: un paisaje autóctono, unas espuelas, el sudor del trabajo, unas escobas, unos kilos demás, un jardinero que habla con “sh” y las hoyas de greda llenas de cahuínes; todas esas cosas bien “shilenas” y que resumen en un par de horas, la teleserie, tierra adentro y noche de juegos.

Pero que los Realitys tengan la gran tribuna que han ocupado no es un fenómeno aislado, y tampoco es un fenómeno localizado, sino que se debe a que la realidad (a nivel global) ya está espectacularizada. Basta con prender la tele, la radio, el computador, o salir a la calle y pararse frente a los carteles que te recuerdan lo poco feliz que eres, que fuimos y que seremos. Y al mismo tiempo, lo que debemos comprar, hacer, y decir para serlo.

Por que es lo mismo ver la Guerra de Irak, la Caída de las Torres, los atentados a España, Inglaterra y Bali, que a Ballero peinándose el copete hacia atrás, o a Gonzalo Egas tirándole un balde de agua a una pobre estúpida. Pues todo ocurre tras la pantalla y tal es nuestra distancia. Que es una falsa distancia. Porque a la vez que la vida privada se hace pública y ocurre la proyección e identificación con el muñeco dentro la caja negra, lo sencillo de nuestra vida se vuelve complejo, y lo concreto una mera ilusión. La realidad del reality está en su no-realidad, en su capacidad de borrar en cosa de segundos la intimidad, cotidianidad, espontaneidad, improvisación y pudor en un concurso donde voyeristas y exhibicionistas participan de un escenario tan democrático como demoledor. Donde incluso la diferencia entre voyeristas y exhibicionistas es indistinguible.

Una imagen clara: La salida de los finalistas de “Protagonistas de la Fama” de la casa-estudio. Ojos deformados, maquillaje corrido, miedo, estupidez con tacos y brillantina. La perplejidad se transmitía en vivo y en directo, la no-reacción como la de los ratones de Skinner luego de salir del laberinto, de la descarga eléctrica, y del queso de recompensa, sumado a la obediencia condicionada y ciega al gran-hermano-señor-productor tal como los perros de Pavlov, hicieron de ese último capítulo el compilado perfecto de las miserias, aversiones y miedos humanos que la psicología conductista mal-analiza.
La locura de esa noche fue asunto nacional, y los primeros opinólogos televisivos criticaron la sintonía, el trato, la puesta al día que les dieron en la casa estudio, pero nunca dieron atisbo de que la fama, que esa fama, se daba con la sobre-exposición del hábito, y mejor aún más -y mejor- si es un mal-hábito y eres una mujer sin habito.

Luego, si la fama viene de la mano con la venta del personaje, con el voto desde el celular o desde internet, y de la propaganda boca a boca de los familiares de los internados, es porque el costo de la llamada es más barata que la identificación, la transferencia de problemas y el fanatismo de grupos familiares. Es porque es más fácil relegar responsabilidades en esas personas disfrazadas y enamoradas de si mismas. Es más fácil la idealización de la historia mínima, del dicho garabateado y del beso obligado, que hacer de mi vida una historia, de mis palabras acciones y dar un asustado beso. Es más fácil abrir los ojos frente a la Tv, que cortar la carne uno mismo.

Y es que el “Yo amo, a Ballero” es cierto, cuando él lo decía era la verdad de Chile con televisor. Ballero era la verdad, y tenía su propia palabra y evangelio, tenía dinero y seguidores, y un mar de peces por pescar. Si Jesucristo hubiera vivido en esos días habría hecho del Via Crucis un Reality Show. Porque en el encontraría audiencia y el olvido necesario de la cruz (micrófonos) para dar paso a la acción (latigazos, sangre) y así seguir siendo recordado por alguien que no sea mi abuela.

La realidad del reality es el olvido de la realidad, que por el morbo conmovido te recordará y te llorará. Es por eso que el Chico-Reality debe llorar. ¿Entonces que esperamos que hagan las actuales “Granjeras”?. Es Obvio ¿no?.
Julio 2005 en Indie.cl

8 de octubre de 2006

Blog, James Blog .-



Blog, James Blog.
¿Tienes un Blog? Ya sé como eres.
Por Andrea Ocampo.

Fácil y bonito es el botoncito naranjo de "publish" de Blogspot, el servidor principal de blogs de la blogósfera, que te abre el mundo de internet y te amplía la cantidad de contactos a tu MsN. La blogósfera es la comunidad de personas que se dedican a apretar el famoso botón naranjo. Ellos, son James Blog: los Blogueros.

El perfil de un bloguero, se puede adivinar fácil y rápidamente. Cómo decía Nicolas Cage en "Los tramposos": "Lo simple es confiable".
El Blogero pretende que lo lean, por ende, es medio exhibicionista y anda un poco solo; pretende que lo comenten, y se enorgullece de sus "comments", luego, es innegable que le importa el que dirán. Si pretende que lo reconozcan por su nombre, algo tiene de patrón de fundo (personalidad autoritaria diría el psicoanálisis), pero si tiene nombre ficticio, no es difícil descubrir la cobardía intrínseca, la vergüenza, y el miedo a que los amigos, familiares, compañeros (de trabajo, colegio, universidad, sindicatos, comunidades del adulto mayor e incluso de jardín infantil) descubran lo que piensa, y -en el mejor caso- que piensa.
Si pretende hacer creer que su vida es "súper especial" y que tiene algún sentido, algo tiene de ingenuo, y si pretende que su vida "con sentido" lo llevará a algún lado escribiendo (a un artículo en papel, o en ediciones virtuales, a la radio, o la tele en el caso de los más populares), se descubre el nuevo perfil del ex – chateador, ex – forista, ex - fotologero. Ahora el tipo que tipea todo el día en la caja negra es un sujeto mediático, se reconoce y se publicita. Linkea, se hiperlinkea y se instala en el circuito de la literatura con faltas de ortografía, aquella fácil, efervescente y publicitaria, a.k.á.: los "Posts". Eso explica la presencia de textos hiperenlazados, de "amigos", de contadores de visitas, gráficos, encuestas, radios-blogs, chats-blogs, blog de blogs, encuentros de blogs e incluso citas a ciegas por blogs.
Entonces ¿Por qué un blog?
Respuestas tentativas, tres: Por Terapia, Fama o Simulacro.
Es innegable el carácter llorón de algunos blogs. Uno se puede encontrar desde la chica que llora por el chico que la dejó hace años, la separación, la primera comunión, hasta el chico narco que quiere salir de la droga. El blog, es gratis; la vida, y el psicólogo no. Y es aquí donde la descripción de un blog como diario de vida encuentra acogida. Porque claro, hasta Villouta necesita terapia. Y es que, si te dedicas a leer dos días completos blogs, te das cuenta que el amor, la soledad, el complejo de inferioridad, de frigidez, la timidez, la enfermedad y la cesantía no es nada de otro mundo, sino que -todo lo contrario- es propio de éste.
Famosos con blogs hay muchos, y de aquí a la próxima semana habrán más. Es una plaga, porque claro, no basta con que tengan un diario, una revista, un programa de tv, o de radio. No. El chico famoso también es sensible, también tiene opinión, también tiene miedo. Y claro, si él aprieta el botoncito naranjo acompañado de un "y me tiré un pedo", de seguro que le caerán sus 50 comments. En este caso, el blog carece de soporte, pues no tiene contenido, sino que sólo sobre-exposición.
Pero, está el otro famoso: el Blog-Star. El tipo que pretende sindicalizar un país, una región, una comunidad blog. Su pasado anónimo le avergüenza un poco, por eso se dedica a publicar todo lo que hace en el día, lo que come, lo que desea, lo que le hace bien o mal, e incluso que la aspirina subió en 15 pesos. Por lo general, estos currículums ambulantes, mantienen gran cantidad de links anexados a sus post, y éstos contienen ideas repetidas pero escritas con atención, algunas veces se pueden –incluso- encontrar ideas.
También está el famoso que quiere recordar a los otros blogueros que él es un gran profesional. Conocido es el caso del conductor de noticias post-teleserie, que reflexiona incesantemente sobre el fome acontecer nacional. Él es un tipo con opinión, que no trabaja por amor arte. Pero lo que no dice, es que apreta el botoncito, justo después del "Nos veremos en mañana, en otro informe de Teletrece. Buenas Noches". Copy & Paste.
El chico que tiene más de dos blogs que corresponden a sus nicks de Messenger, o a su empresa, es el que tiene presente que lo importante que es la marca y no el producto. Porque en realidad las pizzas de los carritos de bellavista no son tan malos si los comes en caja de cartón con un dibujo de un sombrerito.
Dentro de los fanáticos del copyright, también están los blogs fantasmas, famosos por no ser blogs y dárselas de opinólogos sin sueldo, y los blogs de publicidad neta. Grupos de música, revistas de internet, ingenieros civiles, comerciales, de sonido, dibujantes, profesores, actrices, tienen abiertas las puertas de su blog, pues ellos también se ganan el pan con el sudor de … ¿su frente?.
Y por último, y más clever, es el blog por Simulación. Estos corresponden a blogs de personajes, de construcción de identidad. Regalan el departamento piloto pues esto publicita su edificio completo. El blog que tira la piedra y esconde la mano de personas que mantienen sólidas páginas, de corte literario, fotográfico, plástico e incluso informativo. Son blogueros que no tienen ni uno, pero tienen un teclado, electricidad, horas y ganas de escribir y ejercitarse por amor al arte, y por amor a si mismos; claro, porque blogueros viene de la raiz latina-griega-electro-pop "blog-ego", aquel ego voyerista y exhibicionista que participa en un espacio virtual y excesivamente democrático, en el cual pueden tomarse la molestia, la pócima y el tiempo para sacar su lado B, su Hyde o su Versus, y afirmar, con habano y pistola en mano, "Soy Blog, James Blog".
Junio 2005, en Indie.cl

Generación K .-


Generación K

Por Andrea Ocampo

Si hablamos en términos generacionales, podemos decir, que somos la Generación Kitsch (K). La generación que nació en los ‘80 y que se educó en los ‘90. Los espectadores de Pipiripao, de Cachureos, del Profesor Rosa y de los Picapiedras. Los que supieron que para ser feliz había que completar el Álbum, comprar la Barbie, tener la camiseta con el 9 atrás y que ahora andan con el celular con sonido polifónico, chapitas de bandas y poleras con estampado. Los hijos de los hijos del ’60: los de la camioneta 4x4, del colegio particular, de la AFP, de la transición democrática, de Los Prisioneros, de la oferta del Fallabela, del Spa, de la baby siter y de la Cuca.
Y este no es un rasgo distintivo del que nos podamos adueñar y etiquetar. El Kitsch es una actitud social, que hereda su concepto universal en la época de la génesis estética, en la época donde todo es espectacular, y donde los medios de comunicación se constituyen como el 4to poder. Es la época del estilo como falta de estilo y del eterno cover, donde la comodidad es el principio de funcionamiento y donde el progreso afirma que “nada está de más”; en donde todo es material provisto –ya no para el uso- sino para el consumo.
El Kitsch (kitschen) sería el “hacer pasar gato por liebre”, el vender algo en lugar de lo que específicamente se pide, el hacer una cosa nueva con elementos antiguos, pero también lo pasado de moda; que implica reducir costos, pues la copia de la que se dispone es de menor calidad. El kitsch es la copia pirata del DVD, que viene con la carátula impresa de colores, pero que en ves de decir “Fuga” dice “La fuga”. Vale decir, es la oferta de la baratija, la secreción artística originaria en la venta de productos de una sociedad en sus tiendas. Una sociedad que en sus tiendas ve templos, y que está constituida sobre el acceso a la abundancia. Dicha abundancia que implica una negación de lo auténtico, y que se reconoce en los diccionarios como de “mal gusto”.
El kitsch tendría sus raíces en el convencionalismo del arte y en su necesidad de producir placer. Esa necesidad es un modo de relación del hombre con la cosa, un modo de ser que se cristaliza en un objeto o un (no) estilo, por consecuencia. podemos decir que hay literatura kitsch, mobiliario kitsch, decorado kitsch, música kitsch, y arte kitsch.
También podemos utilizar la palabra kitsch como un prefijo, como una preposición que modifica un “estado”: el kitsch griego, kitsch romano, kitsch romántico, kitsch gótico, kitsch rococó, pero también el kitsch del kitsch. Éste ultimo sería la copia de una copia, un simulacro, como también lo es la líder-cola (copia de la coca-cola), el rené de la vega (Elvis) y los Miranda (Pimpinela). El kitsch del kitsch somos nosotros por ser hijos de nuestros padres. Por analogía, de la generación X no siguió a la Y, sino que se dobló y quedó en K.
Estos productos culturales surgen de la promoción de la sociedad burguesa opulenta, de aquella que posee excesos de medios respecto de las necesidades y la que impone normas de producción que calzan con el ritmo acelerado de crecimiento demográfico. Esto sería lo que los libros acusan como “cultura de masas”: una cultura que le proporciona al mercado la supremacía sobre el arte.
Los productos de la sociedad (sobre los cuales el hombre se refleja), como la forma de determinado plato o de la mesa, son la expresión misma de la sociedad, pues son portadores de signos, del mismo modo que lo son las palabras. Luego, hablar de “nuestro mundo” es hablar de un decorado artificial de plástico, de acero y de vidrio. Ya no existe la Naturaleza (¡Hippies, sépanlo!) pues el objeto, la casa, la ciudad y las imágenes de las comunicaciones masivas ocupan una proporción tan grande en nuestro espacio psicológico, que la existencia misma de la Naturaleza (tal como la imaginaban los filósofos antiguos) puede a su vez cuestionarse legítimamente, pues aparece fenomenológicamente, como un producto del artificio.
En otras palabras: la naturaleza ya no es natural; es como un objeto o una casa, es cáscara y prótesis. La naturaleza se ha naturalizado con el Kitsch: aparece obvia, no perturba, no aparece ante los ojos consumidores de marcos de colores, salvo en las postales de Village. Postales, donde todo rastro de vida se ve reducido a unos píxeles de tecnicolor que carecen de realidad, y que en su fantasía, convierten a la apuesta de sol en un suvenir. La vida como suvenir ya la advertía (el fetiche de) Charly: somos the village people.
En nuestra época del kitsch, el Otro –el que no soy yo- siempre está presente, pero no como compañía, sino como un agente de servicios, como un obrero anónimo, un oficinista, un profesor, un compañero, un amante, un peoresnada, y un etc.; en todo caso es un ser extraño, ante el cual me siento extranjero. El que está a mi lado es un hombre cualquiera, un nadie, una casi-nada que existe para nosotros si me entrega algo, si está expuesto en los medios de comunicación de masas, o si me puedo servir de el como medio para alcanzar un fin. De todas formas el otro es Tetra Pack, es desechable.
Eso nos hace una generación fetichista de objetos, coleccionista por primacía, decoradora e estilística que inspira el amor por los accesorios, y que en su amor se funde con la aceleración consumidora, aquella que ve en el objeto un momento transitorio de la existencia de una multiplicidad. La vida se extiende entre la tienda (supermercado y derivados) y el tacho de la basura. La alienación posesiva nos transforma y nos hace prisioneros del cascarón de objetos que segregamos a nuestro alrededor durante toda la vida.
El fenómeno kitsch, luego, se basa en una cultura consumidora que produce para consumir, que crea para producir un ciclo cultural y cuya idea fundamental, es la de aceleración. El hombre consumidor se encuentra ligado a los elementos materiales de su medio por lo que, a causa de este vehículo de sujeción, altera el valor de todas las cosas que lo rodean.
Consumir es nuestra nueva alegría masiva: consumimos a Mozart, al David, las zapatillas Puma, las revistas, una cerveza y a un sol radiante de la misma forma. Todo pasa por el mismo filtro: la apropiamos desde detrás de la pantalla y desde adentro de la chauchera. Y esta nueva espontaneidad, aunque sea estructurada y condicionada por la mayor parte de la sociedad global, hace del consumir mucho mas que el simple hecho de adquirir, sino que es nuestra pretensión de inscribirse en la eternidad. Por éste motivo el hombre se aliena eventualmente en los elementos del ambiente, porque consumir es ejercer una función que hace se desfilar a lo largo de la vida cotidiana, es un flujo siempre acelerado de objetos que transforma la realidad. Nosotros –alienígenas- transformamos el mundo. Nosotros realmente cambiamos las cosas, les damos una nueva modalidad: del objeto hacemos un producto.
Es en nuestra comunión secreta de “mal gusto”, donde todos convenimos y se muestra una generación calmada y moderada. Nos diplomamos como los virtuosos del término medio, pero no de la prudencia, sino de la inercia El punto medio, entonces, es EL modo en que hacemos las cosas. Nos hacemos mediocres por definición y por manifestación. El arte lo adaptamos a la vida y no al revés; con esto se acordarán de los profesores que prefieren que la función de adaptación trascienda a la del revoltoso innovador: al niño-problema.
La actitud Kitsch es un vicio oculto, tierno y dulce, que se sitúa entre la moda y el conservadurismo, como la aceptación de “la mayoría”. En ese sentido el kitsch es esencialmente democrático y pop; es el arte aceptable de lo normal, lo regular, lo “políticamente correcto”, lo que no nos choca por una trascendencia exterior a la vida cotidiana y por un esfuerzo que nos supera (sobretodo si nos obliga a superarnos a nosotros mismos). El kitsch, entonces, está hecho a la medida de nosotros, por lo cual, cuando el arte es desmesurado u original, el kitsch diluye la originalidad en un grado suficiente como para que todos lo acepten. Véase los desnudos de Tunick.
De esta extremada importancia de la adaptación al tono del medio ambiente, surge una receta de la felicidad. La felicidad como el arte en el que el kitsch se “peina”, pues en su profunda plasticidad, hace del placer y del éxito inmediato la mayor empresa y el grado en el que se miden nuestras actividades. Dicha felicidad y exitismo, como producción, no sólo produce un objeto para el sujeto, sino que un sujeto (consumidor) para el objeto (producto). Luego, la producción ejerce, en primer lugar, suministrando los materiales, en segundo lugar modificando el modo de consumo, y en tercer lugar, suscitando en el consumidor la necesidad de los productos producidos en tanto objetos.
En consecuencia, como hijos del mall -del blog, del ipod y del paro universitario fundado en “el derecho a estudiar” (como derecho a consumir)- habitamos la sociedad de la complejidad, del amontonamiento de objetos y de la sublimación de micro-acontecimientos de la vida cotidiana, donde la dispersión de la innovación hace de nuestras decisiones micro-decisiones sin consecuencias, ni sanciones. Lo estamos pasando muy bien en esta época, todo es espectacular, todo divierte. Y es así como delimitamos la imagen de una vida kitsch, que es valorizada en el snobismo, y que en cierta medida afecta la totalidad de la vida contemporánea, encontrándose, de paso, con la frivolidad del ’90 y con nuestra excelencia: el copy&paste.
La Generación K es la copia de lo existente, que se mimetiza a la realidad de una forma tan automática, que ya hemos perdido nuestros referentes en la ley de la oferta y de la demanda. ¿Pero hay algo a favor de esta generación de material girl’s? La actualidad. Esa que es tan permanente como el pasado. En nosotros está la actualidad de los re-make, de las fiestas con Pablito Ruiz y de las Love Parade. Sin nosotros las cosas serían sólo lo que son.

Nota 1: ¿Cómo reconocer algo kitsch? Preguntándose para qué o cual es el fin de determinado fenómeno. Aunque el “para qué” sea también una pregunta kitsch.
Nota 2: Sobre cómo devenimos Kitsch propongo que –aquellos que tengan cable- vean “La vida privada de las Obras Maestras”, documental de la BBC que se transmite por Film&Arts los miércoles a las 22hrs. Sino tiene cable, no se preocupe, la red nacional está llena de vacío Kitsch.

Especial Kitsch, 2006 en Indie.cl

Dinosaurios v/s Pingüinos .-


Dinosaurios v/s Pingüinos
Por Andrea Ocampo.
Los que están en la calle pueden desaparecer en la calle.
Los amigos del barrio pueden desaparecer,
Pero los dinosaurios van a desaparecer.
Charly García.
Hoy (29/05/06) apareció en Chilevisión un micro-reportaje que transponía las imágenes de los estudiantes secundarios a las de la película "La marcha de los pingüinos". Yo -como muchos otros- ya lo había pensado, pero agradecí verlo ante mí antes de empezar a escribir. Comparar las imágenes de los pingüinos antárticos a los estudiantes chilenos era subestimar, de un modo lolo-súper-pop, los alcances que puede tener este Paro Estudiantil Secundario.
Porque alcances ya los tiene, no es mero espectáculo. Por un lado ha puesto en aprietos a Bachelet, les ha dado temas de discusión a los partidos opositores del gobierno, ha creado instancias de diálogo entre los estudiantes (escolares y universitarios), ha dado de frente con la nueva visión neoliberal del estudiante "promedio" y ha puesto en comillas asuntos tales, como lo privado, lo público, el derecho, la libertad y el discurso. Sin olvidar que nos ha dado –a los universitarios- un motivo más para sentir vergüenza ante nuestra falta de compromiso y confianza en nuestros pares.

Pero viendo lo que somos, y escuchando lo que se grita ¿De qué modo vale la pena lo que sucede? Es decir ¿Cuáles son las condiciones para que el paro nacional estudiantil, las tomas, las comisiones, y las mesas de diálogo sirvan de algo?.

Porque es un asunto archi-conocido que en las tomas no todo es convicción, que cuando uno pasa por fuera de los colegios tomados, muchos jumpers se mezclan con cotonas, y que las sonrisas abundan cuando se prende el reggaetón. Y aunque esto no lo juzgo (porque ¿quién esperaría una manifestación juvenil grave, angustiada, amargada?) considero que de alguna u otra forma, la visión de los adultos (y por tantos de los medios, de algunos profesores y políticos) sobre el tema, se está cargando de guiños represivos (reprimidos) contra esta resistencia estudiantil. Y digo resistencia, porque aún no es revolución, es movilización y no una propuesta; aún no se traduce en acción. Es más que la caricatura de la pataleta, pero corre los mismos riesgos de convertirse en un cómic.

Ahora no hay clases, pero todos se levantan a las 6am para salir a la calle. No hay un horario de clases, pero hay organización. No hay profe jefe, porque los profes ya no mandan, sino que se circunscriben a la petición. No hay lista de curso, porque no hay cursos, sino individuos que están dispuestos a ser singulares-organizados y decir, con todo su lenguaje urbano, lo que pasa dentro de las salas de clases. Pero esta singularidad -que tantos periodistas han aplaudido- es un descubrimiento tardío. Un descubrimiento que no es de ellos -que lo nombran- sino de quienes le dan discurso: los mismos estudiantes.
Por eso me molestam –profundamente- los comentarios anticuados, pero tan políticamente correctos, que llaman a incentivar el paro estudiantil, pregonando activismo, conciencia civil, responsabilidad ciudadana y deuda histórica. Y –personalmente- me molesta, no porque dichas nociones no puedan tener una relación real con lo que sucede, sino porque quienes se llenan la boca de discursillos así, son los mismos que han hecho de la inercia el ejercicio preferido de la lengua política.

Y no sólo eso, sino que le dan bombos a estas manifestaciones como una prolongación de los estudiantes secundarios del ’70, que curiosamente son los protagonistas del actuar institucional del Chile actual. Los dinosaurios se proyectan quieriéndo volver al huevo. No ven más allá de sus narices, no van más allá de la película de moda, de los sueños utópicos que mal-recuerdan de su infancia.
Ya está trillado decir que los secundarios son ilusos idealistas, y que los universitarios les han legado la herencia del ser vagos, escandalosos, drogadictos y borrachos, que sólo saben tirar lacrimógenas y romper negocios. Eso -aunque suceda- es producto de su sombra, de ser hombres de ciencia ficción. Pero hay que rectificarles su recuerdo: cuando uno creía que algo podía ser posible, no era por obra del ocio, sino de la necesidad. No era a causa de una sensación de apatía, sino -aún más-, de angustia.
El futuro de un estudiante chileno, es tan temido como los dientes de un dinosaurio: como los dientes de aquellos, que comen gracias a los pingüinos. Los mismos que lucran con lo que sucede, los mismos que des-oyendo lo que se pide, reproducen la información y generan un exceso de ésta –que no es otra cosa, que lo mismo de siempre-, y no responden como se debiera: con preguntas.
Porque si esta manifestación vale la pena, lo será sólo si no se exigen respuestas, sino preguntas. Preguntas acerca de nuestro sistema de educación, y de paso, sobre nuestro sistema económico, que no es "nuestro", ni trabaja a favor de "nosotros". Preguntas que se dirigen a la noción de "nación" y de "identidad". Preguntas que me hacen dudar, acerca de si alguna vez, los personajes de gobierno -que se hacen responsable de nuestra educación- se preguntarán. O aún más, si realmente éstos se hacen responsables de sus medidas.
Pero esto también genera preguntas acerca de la condición de ciudadanía de los estudiantes, acerca de la validez de sus decisiones y de las consecuencias de sus determinaciones. Preguntas que desde las alturas paleolíticas hacen poco ruido, y que los de verde responden con chorros, patadas y dispersión.
El problema de los dinosaurios es que suponen las interrogantes y, ante el desconcierto, lanzan prejuicios o apoyos institucionales, haciendo oídos sordos a las demandas estudiantiles, que no van en post de apoyo, sino que van contra de los mismos que se suben al carro triunfal de este fenómeno; pues reconocen en este paro nacional un episodio histórico del cual quieren participar. Los Dinosaurios siempre quieren secuelas para el recuerdo, en cambio los Pingüinos necesitan una educación para la memoria, para hacer historia.
Por consecuencia, no es de extrañar que los Dinosaurios nunca salieran de su parque jurásico, ni aprendieran a dialogar, ni a pedir, limitándose a enseñarnos a conseguir las cosas por debajo o golpeando la mesa. Por eso los estudiantes –ahora- exigen.
Me gustaría creer que los pingüinos cuando se tiran al agua, efectivamente, saben a lo que van, y que esto es más que el revestimiento pomposo y bullicioso de más tránsito a la transición jurásica. Esto equivale a decir que, mientras no se instale la diferencia (nuestra diferencia y un nosotros sin comillas) no habrá revolución, aunque sea -justamente por eso- que los estudiantes podemos pensarla y llamarnos por nuestro propio nombre.
Mayo 2006 en Indie.cl