Por Ameba, Andrea Ocampo y Bruno Córdova
Mis momentos más traumáticos en la infancia tienen relación con la locomoción colectiva. Subirme a la micro era el peor suceso del día: mareos, falta de aire, incluso desmayos, que ahora en mi juventud, he podido compensar con la maravillosa experiencia de andar en metro.
Algunos usamos preferentemente el metro para movilizarnos. Una especie de cordón umbilical y esqueleto capital que nos une diariamente a nuestra rutina. Acostumbramos sentarnos cómodamente y mirar el absurdo paisaje: luz-oscuridad, luz-oscuridad como telón de fondo de nuestros más automáticos pensamientos. El Metro, curiosamente, siempre está limpio, ordenado, y la gente suele ser más amable que en la superficie, más protocolar diría yo. Sumémosle a eso esta censura del silencio, que hoy por hoy tiene a todas las pulcras y coloridas estaciones llenas de televisores donde Shakira canta luego de la declaración de último minuto de Lagos Weber, o donde un video clip de The Queen puede verse transmutado por un periodista de apellido agringado que come como bestia en alguna parrillada céntrica siempre “muy recomendable”.
Y si bien el metro no acostumbra protagonizar polémicas, todos sabemos que entre esos pasillos y vagones, ocurre un mundo paralelo, el underground de los topos: donde los animales domésticos de la urbe transitan por las venas de una capital siempre innentendible para los chilenos de regiones, posiblemente por la hiper-señalización o por la dictadura del silencio-topo.
Aventuras juveniles Una vez me lo contaron y era tal como la película de Tom Cruise. Pero honestamente no creo que haya sido la única vez que una pareja utiliza las modernas instalaciones del metro, para cometer sus actos impúdicos. “Y el vagón esta vacío...tenía que hacerla” confiesa N.N. en su testimonio con peluca y voz distorsionada incluida. Todo ocurrió en la estación de metro Las Rejas. Todo el público transeúnte baja del carro antiguo, de esos separados por puertas de carro a otro. Era domingo y aún temprano para los chilenos comunes (11:30am). Sonó el pitido. Se cerraron las puertas. Avanzó el metro. De pronto entre una estación y otra, se detiene el movimiento del metro. Y como la mente fue más rápida que el altavoz “Nos detendremos algunos minutos”, en un rincón, cerca de los asientos, N.N. abre el cierre y se levanta la falda. Todo, concluye en lo que sería una experiencia urbana, lo más placentera y exhibicionista en la vida de un joven. De película.
Balacera Western Esto no le pasó ni a la amiga de un amigo, ni a la Juanita Pérez, sino a esta redactora. Una noche de cine, alguien esperaba por mi en la entrada, y yo -como siempre- estaba justa en la hora. Esta vez, muy desdichadamente, el metro se queda parado. De pronto estallan ruidos: “Disparos”-dice alguien-. Y yo, entre el desconcierto, el surrealismo y mi preocupación por llegar a tiempo, trataba de comprobar que era lo que estaba ocurriendo. Lamentablemente en un país de copuchentos no todos nos enteramos por primera fuente. Así que llegué a mi destino y ahí estaba mi acompañante, le conté el lío y claro la situación es poco creíble. Sin embargo el mismo confirmó el suceso cuando leyó en el diario –justo en la parte de las noticias menos leídas y en un párrafo de 500 caracteres-. Fue la balacera en las oficinas de Chilectra en el Metro Universidad de Chile ocurrido el 24 de octubre del 2006.
Trágame Tierra En su construcción, la línea 4 del Metro, debió sortear las complicaciones propias de estar rodeada por cursos de agua provenientes de napas subterráneas. Por el extremo norte, estaba flanqueada por el Canal San Carlos. En el extremo sur, en tanto, por cursos alternativos del Río Maipo. Costó vencer a la naturaleza. Incluso hubo socavones. Sin embargo, por más impermeabilizante que pudiera aplicarse, por más intentos por canalizar esta agua salvajes, hasta el día de hoy, es frecuente ver la rebeldía de los cursos, manifestada en un balde puesto en la mitad del andén este de la estación Plaza de Puente Alto, recogiendo la gotera que cae del primer nivel subterráneo. Del mismo modo, quien viaje por las estaciones Francisco Bilbao, Príncipe de Gales y Simón Bolívar, verá cómo los azulejos y revestimientos se encuentran humedecidos, corroídos e inclusive con pequeñas colonias de alegres hongos amarillos. ¿Alguien le ha preguntado a los ingenieros del Metro si como consecuencia de un deshielo importante o por culpa de temporales sucesivos, los cimientos de estas estaciones pueden estar en riesgo de colapsar?. Luego tendremos que ver en la tele un Buscando a Nemo sub-urbano.
El boletero me da boleta Esta le ocurrió a la amiga de un amigo. Por varias semanas, un joven boletero llenaba de miradas, sonrisas, cuchuflíes y dulces varios a la muchacha en cuestión; hasta que en un momento la chica escuchó al boletero llamarla por su nombre de pila. El sujeto había memorizado todos sus datos en los dos segundos que dura expuesto el pase escolar frente a la ventanilla. La chica sintió miedo. En los siguientes días, ella continuó recurriendo a sus servicios, hasta que un día, en hora punta, decidió irse a otra ventanilla con menos fila, dejando con ello a un boletero desesperado. Con su boleto en mano, la chica se dirigió hacia el torniquete, cuando justo un guardia de amarillo recibió un grito de atención del boletero. Al tiempo que la chica pasa el molino de acero, el guardia corre hacia ella con algo entre las manos. “Te lo manda él”, dice el hombre de amarillo apuntando hacia la boletería. Ante los ojos de la multitud —y de sus compañeros de universidad, entre ellos mi amigo—, recibe el encargo. Como sabían de las intenciones del boletero, los compañeros de la chica se reventaban de risa. Sin embargo, ella bajó las escaleras avergonzada, rápidamente y sin voltear la mirada mientras descubría el presente. Se trataba de una boleta de recarga Multivía, la cual llevaba escrita una extrañísima declaración de amor. Datos personales de ambos, fechas, acontecimientos e invitaciones se leían en un papel de 5 x 10 centímetros. Toda una proyección de vida proveniente de un pequeño cubo. Por las semanas siguientes, la estación Universidad Católica pasó a estar clausurada por filtraciones y la muchacha debió comenzar su trayecto cuatro cuadras hacia la costa, en la otra estación.
El meón de Baquedano Todos los que viajamos en metro hemos tenido necesidades biológicas que aguantar. Pero cuando somos jóvenes y ebrios tenemos necesidades bio-ilógicas. Esto le ocurrió a una persona que venía del típico carrete vespertino. La chela es considerada por todos, un componente diurético de uso efectivo y casi inmediato. Yo estaba lúcido. Nos íbamos a juntar, con un amigo, en Baquedano para ir a un carrete. Llegó mi amigo “excedido de copas”, con insoportables ganas de orinar, pero ya era demasiado tarde para subir en busca de un baño. “Se puso a mear cerca de las sillas...había poca gente”. Pero como siempre nadie dijo, ni hizo nada. Como suele suceder en el metro.
Una escalera larga y otra bajita y arriba y arriba. Desde que la línea 4 entró en funcionamiento, la afluencia de público transeúnte ha aumentado impresionantemente. Y ahora con el Transantiago el asunto se pondrá peor. Bien lo saben los oficinistas que el día 17 de Enero del presente, sacaron curso de Equilibrista todo gracias a la escalera mecánica de la estación Tobalaba, la estación que hace combinación entre la línea proveniente de puente alto y que los une con el esqueleto rojo de santiago. Cuenta las viejas moreteadas que mientras posaban sus manos sobre la cinta engomada de la escalera, el peldaño comenzó a tiritar. Dos segundos después, la cinta metálica se convertía en un tagadá horizontal donde obreros, oficinistas, viejitas madrugadoras y jóvenes laboriosos debían aferrarse al de adelante o al del lado, tratando de conseguir el equilibrio antes de llegar al piso superior. Como el silencio es ley en nuestra sub-terra, cuando subió ningún avispón de seguridad nada. Las abuelas moreteadas cucharón un par de segundos. Hoy por hoy hasta las escaleras tienen vida propia.
¿De Dónde es él? ¿En que lugar se enamoró de ti? Cuando se conocieron, ella lo pisoteó. De casualidad y por torpeza, pero lo pisoteó. Hicieron el recorrido desde Tobalaba hasta Cal y Canto juntos, incluso en la combinación de los Heroes. Se Bajaron en la Estación Cultural Mapocho y subieron mirando disimuladamente hacia el lado. Ambos doblaron la esquina de Balmaceda y entraron al edificio que da talleres artísticos de tal nombre. Meses después ambos figuraban pololeándo en los vagones de metro, tomados de la mano y languetiándose los mentones en cada túnel. Ella, prima de la redactora, terminó con él en el metro. Pero no dentro del metro, sino que en la boletería. “Era penca terminar con el, justo donde nos habíamos conocido. Así que la hice corta y le dije que me tenía asfixiada. Terminamos en Boletería. Obvio, me fui a mi U sola, un poco triste, pero sola”.
Cementerio Maldito Las abuelas de mi antiguo barrio, para tiempos de Dictadura, solían juntarse en una casa y escuchar la radio o prender la televisión en blanco y negro para ver que cosas “podían ver”. En una de esas reuniones mi abuela escuchó la historia de “qué es lo que había en las fosas” de las estaciones del Metro. En ese entonces la estación Los Heroes no estaba construida, pero si existían los hoyos, que se tapaban frecuentemente con sacos con materiales “desconocidos”. Los encargados de llevarlos y taparlos eran personeros del gobierno de Pinochet, quienes no encontraban nada mejor que tapar las instalaciones de nuestro metro, con nuestros muertos. Posiblemente muchos de los obreros de la muerte guardaron el secreto con los obreros del metro. Pero, lo que si es cierto, es que ya no hay secreto que sorprenda a Santiago.
Si Ud. señor, tata, lolo, y wachperri-lector tiene otra Historia de Metro, cuéntenosla aquí abajo. El Metro de Santiago le agradece su Preferencia. Estamos trabajando por usted. Ding Ding.
Febrero 2007, en Indie.cl