Por Andrea Ocampo.
El Omar era el típico profesor de filosofía lolo y de chala franciscana, pelo largo y manos blancas de tiza. Era el profe de las camisas a rayas de papá, pero abrochadas un botón más abajo, toda una novedad para 16 años de virginal ignorancia. Siempre fue raro, y era tan raro que terminaba ganándose la confianza de todo mi curso, haciéndonos confesar las mismas palabras que decíamos en la capilla frente al curita de 200 años y de oreja duracell pero esta vez, en clases y con una sonrisa en la cara.
Le decían el Horacio Saavedra, no por lo pelado y chico, sino porque su gracia era aletear con las manos hasta el techo, vigilar y mover la boca hasta el cansancio: todo mientras el resto del mundo no lo pescaba. El silencio de la clase sólo se abría cuando hablaba de sexo: de Aristóteles pasaba directamente al Kamasutra y del Príncipe de Maquiavelo a la chica con nombre de lavadora con la que se había acostado el fin de semana. Toda una novedad para unas pingüinas-peloliso-aritoperla. Él era todo el infierno del que las monjas nos recluían en un iglú llamado colegio.
De la totalidad de mis compañeras el 70% lo repugnaba con todas sus viseras, mientras que el 25% lo adoraba y el 5% estaba desconcertado, sorprendido y pasmado: el 5% era yo. Porque quién le iba a comprar el discurso de "¿Qué es esto?, ¿Pero quién les dice a Uds. que esto es un lápiz? ¿Ser o no ser? ¿Por qué? ¡¿Por qué?!", mientras tomaba un bic y lo levantaba para que todos lo miraran. Nadie lo tomaba en serio. Hasta que en 4to me vi llenando test vocacionales, ensayos para la última PAA y ponderaciones para estudiar filosofía. Era el comienzo del fin del profe-lolo.
Cuando entré a Filosofía, lo veía una vez a la semana, agarrado de una maleta llena de libros con olor y ahogado de alumnos reclamándole por las notas. Él también hacia clases en mi Universidad. Como era obvio, conocí a otros viejos sabiondos, aburridos, con tics guturales y manías; viejos que eran sus amigos. Era por ellos que me informaba de lo que le ocurría. Me llegaban las noticias de sus viajes a Argentina, de sus presentaciones en charlas, de sus affaires, de sus resfríos y la majestuosa noticia de su matrimonio. Del cual nunca me di por enterada, hasta que un día de lluvia me invitó a un banquete en su casa, donde él haría de Sócrates y yo de Platón. Los libros siguieron a otros libros y de aquellos pasamos a los siguientes. Las hojas se completaron de gustos y disgustos, de miedos, ausencias y reproches, tal como debía ser, y como Miranda! cantaban en la radio.
El Omar así se desnudó completamente; sus dientes de algodón ya estaban empastados en tabaco, sus ideas novedosas yo ya las conocía y sus chistes eran los mismos. La desilusión propia de la información se presentaba de pé a pá. Él no era el tipo que dijo ser, o más bien nunca fue quién era o yo simplemente lo imaginé. Omar o no-Omar. Después de 5 años claramente ya no era el mino con garra que argüía que el matrimonio era un contrato, y que él por nada del mundo se firmaba ni timbraba. Ya no tenía el pelo largo, ni las chalas, ni las ganas, ni las fuerzas, ni ese mundo que uno esperaba. Las horas de clases, de voyerismo y de repetición de discurso lo apagaron. Las micros en las que se lanzaba para llegar a la hora a sus clases, dieron paso a los taxis y de las noches de bohemia en Bellavista, pasó a contratar internet para intimidar a las chicas que físicamente ya no se le ofrecían. Ya había caído en sus contradicciones y se catalogaba como adulto-fome. Uno de esos de treinta pero que tienen problemas de 15, y que nunca pueden resolver.
Luego de eso no supe nada de él hasta este verano donde programamos juntarnos en la playa. La salida no ocurrió porque a última hora la familia reclamaba tiempo y espacio, reclamaba desde Argentina hasta Viña, así que no había lugar, de hecho nunca lo hubo. Hasta ayer.
Mientras garabateaba en la mesa con el bic de tapa mordisqueada y miraba como la lluvia se filtraba por el techo de la sala, el profesor de turno movía las manos, y hablaba sobre la educación. Decía que el alumno aprende del profesor y el profesor del alumno, y el alumno de si mismo, que para aprender hay que desear y desear hasta el infinito para recrear el mundo. Eso ya lo había escuchado. Golpetié con mi zapatilla la mesa para seguir la canción que había escuchado en la ducha, mientras ansiaba salir volando por la ventana del cuarto piso del edificio copeva. Hasta que mi paraíso onírico se destruyó cuando un tipo con las manos manchadas de plumón azul, pelo peinado y zapatos de papá me tocó el hombro y me preguntó: "¿Qué es esto?" mientras me quitaba mi lápiz pasta y me miraba el cierre del chaleco. Bah. Ahora seguiré a mi nuevo maestro espiritual: Álvaro Salas, el mismo que afirma que chiste repetido sale podrido, tal como la tapa de mi bic.
Le decían el Horacio Saavedra, no por lo pelado y chico, sino porque su gracia era aletear con las manos hasta el techo, vigilar y mover la boca hasta el cansancio: todo mientras el resto del mundo no lo pescaba. El silencio de la clase sólo se abría cuando hablaba de sexo: de Aristóteles pasaba directamente al Kamasutra y del Príncipe de Maquiavelo a la chica con nombre de lavadora con la que se había acostado el fin de semana. Toda una novedad para unas pingüinas-peloliso-aritoperla. Él era todo el infierno del que las monjas nos recluían en un iglú llamado colegio.
De la totalidad de mis compañeras el 70% lo repugnaba con todas sus viseras, mientras que el 25% lo adoraba y el 5% estaba desconcertado, sorprendido y pasmado: el 5% era yo. Porque quién le iba a comprar el discurso de "¿Qué es esto?, ¿Pero quién les dice a Uds. que esto es un lápiz? ¿Ser o no ser? ¿Por qué? ¡¿Por qué?!", mientras tomaba un bic y lo levantaba para que todos lo miraran. Nadie lo tomaba en serio. Hasta que en 4to me vi llenando test vocacionales, ensayos para la última PAA y ponderaciones para estudiar filosofía. Era el comienzo del fin del profe-lolo.
Cuando entré a Filosofía, lo veía una vez a la semana, agarrado de una maleta llena de libros con olor y ahogado de alumnos reclamándole por las notas. Él también hacia clases en mi Universidad. Como era obvio, conocí a otros viejos sabiondos, aburridos, con tics guturales y manías; viejos que eran sus amigos. Era por ellos que me informaba de lo que le ocurría. Me llegaban las noticias de sus viajes a Argentina, de sus presentaciones en charlas, de sus affaires, de sus resfríos y la majestuosa noticia de su matrimonio. Del cual nunca me di por enterada, hasta que un día de lluvia me invitó a un banquete en su casa, donde él haría de Sócrates y yo de Platón. Los libros siguieron a otros libros y de aquellos pasamos a los siguientes. Las hojas se completaron de gustos y disgustos, de miedos, ausencias y reproches, tal como debía ser, y como Miranda! cantaban en la radio.
El Omar así se desnudó completamente; sus dientes de algodón ya estaban empastados en tabaco, sus ideas novedosas yo ya las conocía y sus chistes eran los mismos. La desilusión propia de la información se presentaba de pé a pá. Él no era el tipo que dijo ser, o más bien nunca fue quién era o yo simplemente lo imaginé. Omar o no-Omar. Después de 5 años claramente ya no era el mino con garra que argüía que el matrimonio era un contrato, y que él por nada del mundo se firmaba ni timbraba. Ya no tenía el pelo largo, ni las chalas, ni las ganas, ni las fuerzas, ni ese mundo que uno esperaba. Las horas de clases, de voyerismo y de repetición de discurso lo apagaron. Las micros en las que se lanzaba para llegar a la hora a sus clases, dieron paso a los taxis y de las noches de bohemia en Bellavista, pasó a contratar internet para intimidar a las chicas que físicamente ya no se le ofrecían. Ya había caído en sus contradicciones y se catalogaba como adulto-fome. Uno de esos de treinta pero que tienen problemas de 15, y que nunca pueden resolver.
Luego de eso no supe nada de él hasta este verano donde programamos juntarnos en la playa. La salida no ocurrió porque a última hora la familia reclamaba tiempo y espacio, reclamaba desde Argentina hasta Viña, así que no había lugar, de hecho nunca lo hubo. Hasta ayer.
Mientras garabateaba en la mesa con el bic de tapa mordisqueada y miraba como la lluvia se filtraba por el techo de la sala, el profesor de turno movía las manos, y hablaba sobre la educación. Decía que el alumno aprende del profesor y el profesor del alumno, y el alumno de si mismo, que para aprender hay que desear y desear hasta el infinito para recrear el mundo. Eso ya lo había escuchado. Golpetié con mi zapatilla la mesa para seguir la canción que había escuchado en la ducha, mientras ansiaba salir volando por la ventana del cuarto piso del edificio copeva. Hasta que mi paraíso onírico se destruyó cuando un tipo con las manos manchadas de plumón azul, pelo peinado y zapatos de papá me tocó el hombro y me preguntó: "¿Qué es esto?" mientras me quitaba mi lápiz pasta y me miraba el cierre del chaleco. Bah. Ahora seguiré a mi nuevo maestro espiritual: Álvaro Salas, el mismo que afirma que chiste repetido sale podrido, tal como la tapa de mi bic.
2005, en Paniko.cl